En este Domingo XXII del Tiempo Ordinario el pasaje del evangelio que reflexionamos nos remite directamente al interior de nosotros mismos, a nuestro propio corazón, del que emana lo mejor y lo peor. El pasaje del capítulo 7 del evangelio de San Marcos nos presenta una escena de Jesús con fariseos y escribas que le echan en cara que sus discípulos no guardan las leyes y costumbres sagradas de los judíos. Aquí, en realidad, no hay una preocupación de higiene y sanidad, sino el fanatismo de aquellos para los que lo exterior era más importante aún que lo interior. ¿Habían ofendido aquellos hombres a Dios por comer sin lavarse las manos, o los realmente ofendidos eran los fariseos custodios de sus leyes?. He aquí la siempre debatida lucha sobre la autenticidad de la religión verdadera, lo que Dios espera de nosotros y lo que nosotros una veces por rigoristas y otras por laxos hacemos en el día a día. Nadie dice que no deba haber normas, preceptos y tradiciones que cumplir, la clave está en que éstas nunca asfixien, sino que ayuden a crecer en verdad y relación íntima de cada uno de nosotros con el Señor.
Jesús reclama la normalidad, el punto intermedio, el sentido común. Ni el libre albedrío ni el fariseísmo, por eso cuando le preguntan por qué sus seguidores no respetaban las tradiciones de sus mayores al comer "con manos impuras", les respondió de modo tajante: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.” Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Lo que Jesús denuncia nos ocurre también a nosotros muchas veces a lo largo de la vida: nos rasgamos las vestiduras ante cualquier hecho de otros teniendo a buen seguro nosotros ofensas mayores al Señor; tragamos el camello y denunciamos la mota de polvo. Cuántas veces somos a menudo como esos decorados del teatro en que vemos casas hermosas, cuando en realidad es un entramado de pura apariencia tras lo hay un espacio vacío con suciedad. Las palabras de Moisés en la primera lectura que hemos escuchado del libro del Deuteronomio nos arrojan luz a esto: ''Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndose, viváis''. Que nos sirvan las normas para vivir como hoja de ruta y de vida, y nunca nos alejen del Señor o nos empujen a la inhumanidad o indiferencia, a quedarnos en formalismos externos y aparentes y no cultivar la auténtica búsqueda del cumplimiento de la voluntad de Dios.
El Maestro regala una enseñanza tanto para los fariseos y escribas, que esperaban ver cómo se posicionaba y ver también la reacción en sus sus discípulos y en la gente que le seguía: ''Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre''. ¿A que se refiere el Señor? Pues alude al problema de opresión que suponía para el pueblo hebreo la "Halajá"; es decir, todo el cuerpo legislativo religioso de reglas judías formado por 613 "mitzvot" (mandamientos). Los judíos ortodoxos hoy en día siguen viviendo estas normas; si en alguna ocasión visitáis una ciudad, pueblo o barrio judío veréis cómo al llegar el sabat se vuelve una localidad fantasma, todo se detiene para cumplir los preceptos del día sagrado destinado al descanso. Jesucristo no se presenta como enemigo de la ley, sino que les da otra perspectiva, no las normas por las normas sin sentido, sino la aplicación de las mismas desde la coherencia del corazón. Hay que interiorizar los mandamientos de Dios en clave de amor, no de prohibición, viendo que no son prohibiciones para nuestro fastidio, sino la senda que nos conduce y concede al mayor bien de todos como es la salvación de nuestras almas.
Todos somos pecadores, y así nos sentimos indignos como bien nos hemos preguntado con el salmo alSeñor:"¿Quién puede hospedarse en tu tienda?". Qué pequeños nos vemos al tomar conciencia de que entramos en su casa, venimos a su presencia y hasta le recibimos en nuestro interior. Y ante esto la Ley de Dios nos facilita el autoexamen diariamente; si vamos bien, mal o en qué hemos de seguir mejorando. El seguimiento de Jesucristo no puede ser nunca agobiante, ni una tortura para nuestra alma y conciencia, sino que en su palabra, en su mesa, en sus mandatos hemos de sentirnos libres de las cadenas del mundo que nos alejan de la inmortalidad. Somos encomendados en este domingo a revisar el estado de nuestro corazón, si está puro o impuro; cuánto hay de bien y de mal, cuántas manchas tiene de pensamientos, palabras y obras buenas o malas. Nunca dejemos a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. No lo olvidemos, ''porque de la abundancia del corazón habla la boca'' (Lc 6,45).
No hay comentarios:
Publicar un comentario