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lunes, 24 de junio de 2024

Palabra y belleza. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Dominique Ponnau, historiador del arte, director de l’École du Louvre y firme defensor de la naturaleza cultual de las iglesias que componen el patrimonio histórico y cultural religioso de Francia, falleció el pasado mes de abril en París. En 2004 publicó un libro con el título «La beauté pour sacerdoce» (La belleza como sacerdocio).

Durante un viaje que realicé a la capital de Francia, lo vi expuesto, como novedad bibliográfica, en los anaqueles de Galignani y lo compré, no sólo por el contenido, sino por lo significativo que me resultó el título.

El libro caía en mis manos justamente en el período de mi vida en el que estuve plenamente incorporado a la Universidad Pontificia de Salamanca ejerciendo de profesor en la Facultad de Teología.

E hice una trasposición del título del libro a mi situación personal en la Academia salmantina: la universidad como sacerdocio. Porque hay quienes lo ejercen en una parroquia, o en una capellanía o en una misión.

Y los hay que desempeñan su ministerio sacerdotal en la universidad. Algunos de éstos han sido grandes figuras del pensamiento, de las humanidades, de la teología y de la docencia, pues también esa actividad es de carácter pastoral, y sus libros son aún hoy referentes irreemplazables de la cultura cristiana en su intento de acercamiento a la sociedad contemporánea.

El vínculo existente entre las universidades y la fe católica es patente si se tiene en cuenta quiénes fundaron las que son consideradas, por su antigüedad, históricas, quiénes velaron por su inicial andadura y quiénes les dieron identidad, renombre y futuro. Y fueron, en todas esas etapas, personalidades eclesiásticas.

Hoy, al ir desmarcándose de sus orígenes religiosos, las universidades estatales españolas proponen las asignaturas referentes al hecho cristiano como opcionales. Sucede así en la Universidad de Oviedo, en la que se imparten aún cursos de ese campo del saber y del espíritu, al igual que en las más prestigiosas de Alemania, en las que las «Geisteswissenschaften», las ciencias del espíritu, gozan de gran prestigio. Y en ellas entra naturalmente la Teología.

He tenido el privilegio de ser profesor de esta materia en la Facultad de Formación del Profesorado y Educación de la Universidad de Oviedo, en donde, llamada en otro tiempo Escuela Normal, se formaron los maestros de mi infancia. Ha sido una experiencia magnífica y la ocasión para conocer a personas extraordinariamente interesantes, tanto de los cargos directivos y del personal administrativo y de servicios, como de los profesores y de los alumnos.

Acabo de jubilarme y puedo decir de estos últimos, de los alumnos, lo mismo que manifestó Jacques-Bénigne Bossuet, obispo y célebre orador en Francia, respecto al Delfín, al que el rey Luis XIV le confió para que fuese el preceptor. Habiendo aceptado de no muy buena gana el encargo real, Bossuet reconoció que, al cabo de los años, había descubierto cuánto se puede aprender de las preguntas formuladas por un joven. Así también yo con mis alumnos de la Universidad ovetense, que han elegido libremente cursar la asignatura de «Mensaje cristiano» para completar su formación humanista y cristiana.

Gracias a todos ellos por su saber estar, por su interés intelectual y por su participación empática. Me han surtido, con sus comentarios y confidencias, de relatos biográficos sumamente interesantes e impactantes, que no olvidaré jamás.

Estos años en la Universidad han sido para mí de incalculable riqueza: en aprendizajes, en relaciones y en prodigalidad. Y eso que la materia que impartí podía ser considerada por algunos como inapropiada en aquel contexto de métodos pedagógicos y de implementos tecnológicos.

Digo esto porque lo mío era la Biblia, a la que el poeta, pintor y grabador inglés William Blake calificó de «gran código del arte». Basándose en esta sentencia, el profesor canadiense Northrop Frye publicó, en 1982, su conocida obra «The Great Code. The Bible and Literature», en la que trató de mostrar cómo la Sagrada Escritura es el gran código, la clave de interpretación, de la cultura occidental.

He ido viendo con el paso del tiempo que lo que confiere actualidad a un curso sobre Biblia es el adentramiento, con ánimo de filólogo, amante de la narración y de la poesía, en su léxico hebreo, arameo y griego para rescatar lo que en él se contiene de permanente, nuclear, existencial y humano. «So all my best is dressing old words new» (Revestir de novedad las palabras antiguas es lo que mejor sé hacer), escribió Shakespeare en uno de sus sonetos. Y eso es precisamente lo que intenté hacer en mis clases de Biblia en la Facultad de Formación del Profesorado y Educación: revestir de novedad palabras antiguas.

Y que no faltasen, además, las referencias a la belleza: «Lo que hayáis de decir, enseñar o hacer en el aula, que sea siempre expresado con belleza», les insistí. Esto resulta muy fácil de llevarlo a efecto en un curso sobre la Biblia, dada la correlación existente entre ésta y la historia del arte ¡Ha sido tan inspiradora la Biblia y ha generado, como decía Blake, tanta hermosura pictórica, escultórica, arquitectónica y literaria a lo largo de los siglos! De hecho, todas y cada una de sus perícopas pueden ser explicadas e ilustradas por medio de una obra de arte, como apreciará el lector si tiene un poco de tiempo para asomarse al sitio web “Christian Art”.

Me pregunto a menudo qué habrá sido de aquellos alumnos que Dios puso en mi vida y si les habrá sido de utilidad algo de lo que les expliqué con el apasionamiento de quien cree en lo que enseña, y le pido a Él que los sostenga siempre con la fuerza todopoderosa de su amor, a ellos y a los miembros que componen la gran familia de la Facultad de Formación del Profesorado y Educación de la Universidad de Oviedo, así como la de la Universidad Pontificia de Salamanca.

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