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miércoles, 3 de abril de 2024

Símbolos de la Pascua. Por Guillermo Juan Morado

(Atlántico Diario) En la liturgia de la Iglesia lo visible remite a lo invisible y a lo eterno. Los símbolos que apuntan al Misterio Pascual, al paso de Jesucristo de este mundo al Padre a través de su muerte y resurrección, resultan especialmente elocuentes. Joseph Ratzinger, en un bello texto dedicado al “misterio de la vigilia pascual”, se fija en tres de ellos: la luz, el agua y el cántico nuevo, el aleluya.

La luz es uno de los símbolos primigenios de la humanidad; un símbolo uránico, que encarna la gloria de lo celestial. La luz terrena es el reflejo más directo de la realidad divina. En la noche de Navidad y en la de la Pascua el simbolismo de la luz se funde con el de la noche. Se trata del drama de la luz y las tinieblas, de Dios y del mundo que se enfrentan, de “la victoriosa irrupción de Dios en el mundo que no quiere hacerle sitio y, sin embargo, al final no puede negárselo”. Este drama alcanza en la Pascua su punto central y culminante: Las tinieblas han condenado al portador de la luz, pero la resurrección trae el gran cambio. La luz ha vencido atrayendo hacia sí un trozo de mundo. El cirio pascual que avanza por la iglesia oscura como la noche es imagen del consuelo de un Dios que sabe de la noche del mundo – del sinsentido y la desorientación que la pueblan – y que, en medio de ella, ha encendido su luz, la Luz de Cristo.

El agua es también un símbolo primigenio, telúrico, que encarna lo inestimable de la tierra. Sin agua, la tierra se convierte en un desierto, donde no se puede saciar la sed, donde la vida se hace extraordinariamente difícil o hasta imposible. En la noche de Pascua se bendice el agua bautismal y el agua común y ambos símbolos, agua y luz, se desposan en la triple inmersión del cirio pascual. Del costado abierto del Señor ha brotado “una fuente mucho más preciosa que todas las que haya habido nunca en la tierra”. “La cruz de Cristo – nos dice Ratzinger – no es otra que la radical renuncia a sí mismo, la entrega última del propio yo, que no se reserva para sí nada, absolutamente nada, sino que se vacía fluyendo por entero para los demás”. La Cruz es este manantial del que brota el agua de la pura entrega, del amor de Dios que se derrocha a sí mismo. En la fuente bautismal que mana de la Cruz nos lavamos y renacemos, transformando así el desierto del odio y del egoísmo en la tierra fértil del amor y del servicio.

El tercer símbolo pascual es el “cántico nuevo”, el aleluya, que anticipa el “mundo nuevo”, el cielo esperado, en la gran alegría de la vigilia pascual. Cantar, comenta Ratzinger, “no es en el fondo ninguna otra cosa que el hacerse manifiesta la alegría”. Los bienaventurados en el cielo “cantan” porque todo su ser está traspasado de alegría. El canto va más allá de las palabras y del mero raciocinio, abarcando la globalidad del hombre, incluida su sensibilidad. El aleluya pascual es “el cantarse a sí misma sin palabras de una alegría que ya no las necesita porque está por encima de todas ellas”, es expresión del júbilo que canta en el corazón. Este tercer elemento simbólico de la vigilia pascual, el canto del aleluya, “es en el fondo el hombre mismo, en el que anida esa posibilidad primigenia del canto y del júbilo. Es como un primer desvelamiento de lo que algún día puede y debe pasar con nosotros: que todo nuestro ser se convierta algún día en una única y gran alegría".

La luz, el agua, el cántico nuevo… Tres símbolos de Jesucristo, del drama de su Pascua, que pueden renovarnos a nosotros mismos y cambiar para bien el mundo.

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