Ya en el Domingo III de Pascua, la Palabra de Dios quiere acercarnos a una evidencia qué, por desgracia, no acabamos de tomar en cuenta, y es que estamos en el Tiempo de los Tiempos de todo el año, que es la síntesis del anhelo de todo ser humano: constatar que Dios está vivo, presente y cercano a mí. El salmo 4 que hacemos nuestro en este día nos proyecta una pregunta: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?» para, seguidamente, darnos la respuesta en forma de petición: ''Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro''... Necesitamos dejarnos deslumbrar por el Resucitado, enterarnos de una vez que Él es nuestra meta, pues todo lo demás será tiempo perdido. Nuestros cuerpos se van deteriorando, los títulos caducan, el dinero y las propiedades se quedan aquí... Hay personas que gastan mucho dinero en mármoles, panteones y flores; en apariencias externas que un día habrán de acabar. Y, sin embargo, lo más importante no lo preparamos; no es la lista de aplausos y méritos que nos reconozcan, sino si realmente soy del Señor o no.
A veces somos cristianos de sepultura, de muerte, y como buitres damos vueltas en circulo entorno a las miserias de este mundo: tengo que devolvérsela a tal o a cual, hacer justicia al otro; tengo que ganar aquel pulso o tal pleito; que mi voz sea la última en alzarse en vehementes discusiones, que mi opinión sea la que predomine... Y por fuera aparentamos ser buenos como también hacían los fariseos, pero su vida estaba hueca, era pura farsa y fachada, pues su corazones estaban corrompidos... Al comienzo del evangelio de hoy se hace una escueta alusión a la escena de Emaús, que fue la marcha -la huida- de dos derrotados: ¿Qué pasaría entre los seguidores del Señor -de aquella comunidad primera- en los días siguientes a su sepultura?: División, confusión, unos que convencidos de que había sido un fracaso, otros que si la resurrección era un rumor sin fundamento de las mujeres, otros que sí habían robado el cuerpo... En la aparición que hoy nos ocupa el Resucitado se aparece cuando estaban precisamente hablando de la experiencia de Emaús: ''contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan''. Es un pasaje que emociona reflexionar, pero más que la forma en que se dan cuenta que es el Señor, lo más especial es cómo afirman que incluso cuando ya caminaban junto a Él y conversaban, sentían ya que "ardía" su corazón. Los seres humanos somos así de torpes, nos sabemos la teoría a la perfección, pero el Señor camina a nuestro lado a lo largo del año en tantas celebraciones, personas y circunstancias, y preferimos otras tantas darle la espalda y no reconocerle porque ponemos nuestros orgullos y seguridades por encima del mismísimo Hijo de Dios.
Jesús Resucitado viene de nuevo a los suyos y les saluda diciéndoles ''Paz a vosotros''. Los discípulos estaban reunidos seguramente en el cenáculo, y el Señor se hizo presente en medio de ellos con esas palabras que actualmente seguimos utilizando en nuestras celebraciones cuando el sacerdote las invoca sobre toda la asamblea. Al hilo de esto, no quisiera omitir algo como es a la realidad de Oriente medio, por la que tanto insisto en que que debemos de orar. Aquí en nuestra cultura occidental el momento alegre del año es la Navidad, cuando comemos en familia, enviamos postales y por la calle nos felicitamos unos a otros; pues bien, en Oriente es este tiempo de la Pascua el momento en que más acostumbran a felicitarse, celebrar y comer en familia y desearse "feliz Pascua"... Busquemos la paz del corazón y desterremos de nuestra vida la violencia, de nuestros pensamientos, palabras y acciones, pues la mínima acción beligerante nos aleja de Jesucristo, Príncipe de la Paz.
A pesar de aquel saludo de Paz, el evangelista nos dice cómo se sentía los allí presentes: ''Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu''... Habían oído tantas cosas en aquellos días que no sabían si Jesús estaba vivo, si sería un fantasma o qué era lo que estaba pasando. Por eso el Señor les increpa: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Nosotros podríamos pensar: pero, ¡qué torpes eran los apóstoles! Con la de veces que en tres años juntos les habló del futuro, tras aparecerse a las mujeres y a Pedro, e incluso habiéndose aparecido en el cenáculo unos días atrás cuando Tomás pasó de incrédulo a creyente: ¿siguen sin enterarse de lo que está pasando?. Esto mismo nos pasa a nosotros dos mil veinticuatro años después: nos lo sabemos de memoria, "de pé a pá", pero vamos a misa y no le reconocemos al partir el pan, se nos presenta un contratiempo en la vida y nos sentimos derrotados y hundidos como los que iban hacia Emaús con la moral por los suelos; nos toca la muerte de cerca y a pesar de presumir de nuestra fe nos decimos ¡de allá nadie volvió para decirnos si hay algo!... ¿Cómo que no?: Jesucristo mismo nos vuelve a recordar en esta Pascua que Él ha vencido al mundo. Y no es un Dios lejano, es aquel que se deja tocar, que se sienta a la mesa con nosotros, que come y nos alimenta con su Palabra y su Cuerpo. Si creemos esto, ha de notarse en nuestra vida, en la cual hemos de tratar de renunciar a las obras del mal para crecer en el seguimiento de los pasos del Maestro que nos llevan a la luz que jamás se apaga. La fe del cristiano encerrada en casa para disfrute propio no sirve, se pudre; somos invitados a darlo a conocer y testimoniarlo con la predicación de nuestras acciones: "vosotros sois testigos de esto"...
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