Andamos con las estadísticas y sondeos cuando llegan los comicios electorales, pero también cuando se auscultan los números de nuestras vocaciones eclesiales. Y puede sobrevenirnos que, ante el aluvión de ofertas comerciales, planes renove y créditos bancarios al alcance de cualquier hipoteca, caigamos en la tentación de creer que la solución al problema vocacional que atraviesan los seminarios diocesanos y las Órdenes religiosas del primer mundo, pasa por un audaz lavado de marketing promocional, como si fuera una cuestión publicitaria colocando el producto organizando un oportuno casting.
La falta de vocaciones es un hecho que sacerdotes y religiosos constatamos cuando comparamos nuestro tiempo con otras épocas no tan lejanas. Otra cosa es la lectura que después se hace de este dato. No creo que ayuden las posiciones extremas de quienes leen esta realidad desde un pesimismo añorante y culpabilizador, como si fuese una maldición por la vivencia mediocre o infiel del propio carisma; o quienes interpretan esto desde un optimismo frívolo y exculpador señalando como única explicación la disminución de nacimientos, la secularización social o la convivencia con una cultura extraña y hostil hacia el cristianismo. Es ciertamente sintomático que nuestros colegios y parroquias, en donde trabajamos con tantos jóvenes, hayan dejado de ser en parte los espacios en donde florezcan vocaciones a la vida sacerdotal y consagrada. Al mismo tiempo, es precioso ver cómo han surgido laicos en esos mismos espacios con un gran compromiso social y eclesial. Bienvenidos esos voluntariados, pero preguntémonos por qué no surge la pregunta vocacional de un seguimiento incondicional del Señor, porque una cosa es colaborar con una ONG y otra pertenecer a Cristo dando la vida por su Reino.
El ejemplo de los santos sacerdotes y religiosos que todos hemos conocido es muy próximo al primitivo cristianismo: han sido pro-vocación viva en la que se escuchó la vocación de la Vida. En un tramo concreto de la historia, ellos han sido grito o susurro, anuncio o denuncia, pero siempre testimonio de Dios: de su Belleza, su Amor, su Verdad, su Justicia, con una exquisita y audaz fidelidad a la Iglesia. Chesterton lo decía de san Francisco: los santos han sido una contradicción profética para su propia generación. Se encontraron con Jesús, y tuvieron la osadía de poner al sol sus preguntas todas como les ocurrió a Juan y a Andrés: “¿qué buscáis? — ¿Maestro dónde vives?” (Jn 1,38), reconociendo que ese corazón lleno de las preguntas de siempre y las de todos, era abrazado con una ternura y una verdad propias de Dios. Seducidos por ese encuentro, correrían para contar a los demás lo que les había ocurrido, convirtiéndose en los porta-voces de una Palabra y en los portadores de una Presencia más grandes, generando una esperanza que no nacía de sus estrategias ni de sus pretensiones, sino de Aquél que habían encontrado.
Dios ha comenzado a decir una palabra que desea se siga escuchando en quienes prolongamos en el tiempo aquella palabra carismática inicial. Adhiriéndonos a ella, viviéndola, celebrándola, anunciándola, nos hacemos testigos de la Belleza de Dios, de su amor por el destino de cada hombre, testigos pro-vocadores de un encuentro como lo fue el Bautista ante Juan y Andrés, en donde pueda nacer esa gran pregunta que se hiciera S. Pablo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 9, 6) y en donde se escuche después la gran respuesta a nuestra nostalgia de bondad y verdad: “venid y lo veréis” (Jn 1, 39).
Y es que, el cuarto domingo de pascua es la jornada mundial de las vocaciones: al sacerdocio, a la vida consagrada, a la familia. Por este motivo pedimos al Señor que nos dé vocaciones que sean gloria para Él y bendición para los hermanos, haciendo un mundo que se reconozca en el proyecto de Dios y se distancie de nuestros torpes extravíos.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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