(ABC) Durante los últimos meses hemos leído noticias estremecedoras protagonizadas por sacerdotes entregados a formas de vida abyectas. Hemos leído que un canónigo (¡octogenario!) de Valencia había sido estrangulado por un chapero. Hemos leído que un cura de Vélez-Málaga utilizaba el confesionario para seducir a sus feligresas, a quienes luego drogaba y sometía a salacidades furtivas. Hemos leído que otro cura asturiano había pagado casi cien mil euros a un extorsionador que lo amenazaba con divulgar fotos o vídeos sórdidos. Hemos leído, en fin, que otro cura más, en Extremadura, vendía junto a su «pareja sentimental» pastillas de Viagra y otras sustancias estimulantes. Leyendo tan tremebundas noticias, uno añora aquellos curas rijosos de las sátiras anticlericales decimonónicas, que vivían abarraganados o frecuentaban a las mozas del partido. Porque en aquellos curas antaño satirizados uno descubría al hombre sanamente constituido que cae en la tentación de la carne; pero en los clérigos de las noticias referidas uno descubre conductas gravemente desordenadas y perversas y hombres enfermos. ¿Qué está ocurriendo en la Iglesia?
Ocurre que cuando la Iglesia deja de ser una flecha que sube, ansiosa de Dios, se convierte en una flecha que baja, codiciosa del barro. No se nos escapa, por supuesto, que los medios de cretinización de masas gustan de hozar en las podredumbres, reales o ficticias, del clero, con regodeo en los detalles más escabrosos. Tampoco que, a la vez que propagan a los cuatro vientos las abyecciones de tal o cual cura que equivocó su misión, ocultan los desvelos de miles de curas abnegados y fieles a su vocación que calcinan su vida por salvar las almas que les han sido encomendadas. Pero, aunque cuatro golondrinas no hagan verano, debemos aceptar que los casos espigados en la prensa de los últimos meses a los que me refería más arriba revelan una gangrena profunda cuya causa no es, desde luego, el celibato que la Iglesia impone a los curas; pues un cura incapaz de guardar su castidad alivia su calentura con una feligresa complaciente o una moza del partido. Los curas arriba mencionados son personas gravemente enfermas; y su enfermedad, a la postre, es la misma que padece la Iglesia: la mundanidad.
Leonardo Castellani, cuando prueba la exégesis del episodio de las tres tentaciones que sufre Jesús en el desierto, afirma que representan la tentación de ceder a la mundanidad, que la Iglesia constantemente sufre. La primera tentación, plenamente humana, invita a la Iglesia a proveerse de bienes materiales. La segunda tentación la invita a desvirtuarse mediante «el aseglaramiento y amundanamiento de la actividad religiosa». La tercera tentación, que es plenamente diabólica, le propone someterse a las leyes del mundo y allanarse por completo a sus costumbres. En un discurso pronunciado el 23 de noviembre de 1973, Pablo VI reconocía tristemente que la «apertura al mundo» que la Iglesia había probado había sido «una verdadera invasión del pensamiento mundano en la Iglesia» que le arrebataba la belleza de ser fuerza de oposición y anulaba en ella toda especificidad. «Tal vez hemos sido demasiado débiles e imprudentes», reconocía entonces Pablo VI, compungido y tal vez contrito. Han pasado desde entonces cincuenta años; y la brecha que la mundanidad había abierto ya por entonces en las murallas de la Iglesia no ha hecho sino agigantarse. Más o menos por las mismas fechas en que Pablo VI pronunciaba el discurso mencionado, un portentoso escritor español hoy expulsado a las tinieblas, José María Pemán, advertía desde las páginas de este periódico que una Iglesia «con interpretaciones sexuales de la pureza o el celibato y charlas de sacristía volterianas» estaría por completo acabada. Y, en efecto, una Iglesia que se allana al mundo pierde su valor constitutivo, que no es otro sino ser «bandera enfrentada» o «signo de contradicción», según como deseemos traducir las palabras del anciano Simeón; o bien «piedra de choque y roca de estrellarse», como más expeditivamente señala san Pedro. Una Iglesia que se convierte en bandera de todas las causas mundanas, del homosexualismo al cambio climático, y en arenisca desmigajada que acepta todos los usos y costumbres mundanos, además de llenarse de polvos que acaban inevitablemente convertidos en lodazal (como prueban las noticias de curas descarriados que referíamos más arriba), no le interesa absolutamente a nadie, salvo a los enemigos que desean perderla y se relamen con sus purulencias. Su fulgor dogmático se oscurece; su tradición se reblandece y pudre; sus ministros se entregan a los satanes más bajos; y termina por parecer una secta cristiana más en el supermercado del sincretismo religioso. Una Iglesia «al gusto del consumidor», que bendice lo que el mundo bendice y execra lo que el mundo execra, se convierte en una fantochada ridícula; y acaba albergando dentro de sí todas las podredumbres imaginables.
A esta Iglesia entregada a los poderes de este mundo, que «fornica con los reyes de la tierra» y «embriaga a las gentes con el vino de su inmoralidad», el Apocalipsis le reserva un apelativo muy poco benigno. Tal vez cuando Pablo VI detectó –algo tardíamente– «la invasión del pensamiento mundano» en el seno de la Iglesia podía aún decirse que había sucumbido a la tentación por debilidad e imprudencia; a estas alturas, constatados los frutos podridos de tal invasión, denota más bien dolo y premeditación perseverar en el error.
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