Ha pasado el temporal sobrevenido, que días atrás nos tuvo en vilo mirando desaforados el cielo cada mañana adivinando con la aplicación del teléfono si tendríamos o no lluvia a la hora de las procesiones. Así hemos estado toda la semana con este invierno tardío y remolón que tantas sorpresas pasadas por agua nos ha traído. Pero poco a poco, la primavera real hace su camino y devuelve los cielos a su natural escenario, y las temperaturas a las propias de esta época del año.
Los cristianos quisimos meternos con hondura en lo que en estas fechas hemos celebrado. Surcar los estertores del camino de Jesús, vivir con Él el desenlace, y volver a reconocer que ahí había un precio de una impropia compraventa: la que se sustancia entre lo que yo valgo y lo que por mí pagó Él. Desproporcionado finiquito que deja al pairo las mejores rebajas de enero, en un auténtico regalo por el que en el fondo yo no he debido pagar nada y Jesús asumió la factura del coste de mi rescate.
Podrán seguir cayendo lluvias y nieves, podrán aparecer nubes grises y cerradas en el horizonte cotidiano, pero la noche ya no nos puede secuestrar los colores y las formas, no puede censurar la belleza humilde de las cosas, ni imponernos con su penumbra la oscuridad asustadiza y delirante. El alba ha despuntado para no declinar jamás su sol mañanero, que lucirá incluso detrás de los nubarrones pasajeros que nunca se domiciliarán en nuestro terruño vital, cual okupas extranjeros que impíamente nos desplazan y arrinconan al amparo de cualquier impunidad.
Es el mensaje de la pascua cristiana: el mutismo sórdido ha dejado la vez a la palabra embellecedora y bondadosa, las negras sombras se han disuelto para siempre con las primeras luces del amanecer que no tramontará, y todo cuanto nos acorrala en su impostura cuando por algún motivo la vida nos acorrala y aplasta, aunque nos duela en el alma no podrá ya destruirla. Cristo ha vencido toda muerte, ha disuelto todo encono, ha reconciliado todo conflicto, ha pacificado en la verdad cualquier contradicción. Este fue el anuncio gozoso y sorprendente, que llenó el corazón de los primeros discípulos testigos del desastre humanamente fracasado del Maestro. De pronto saltaron las piedras que aprisionaban la muerte y salió victoriosa la vida resucitada dejando para siempre el sepulcro vacío y sin huésped. Que Jesús ha resucitado, como había dicho Él.
No hay mejor Buena Noticia que se pueda pensar, se pueda desear, se pueda merecer, más que esta que representa el regalo mayor que Dios concedió a nuestra atribulada humanidad. Por eso el anuncio del hecho, la proclamación de tan Buena Noticia, con mayúsculas, será siempre una saludable provocación o un relato intolerable.
Son provocados nuestros desánimos y tristezas, nuestra mirada alicorta y asustadiza, nuestra deuda que nos hace rehenes del pasado o del presente invitándonos con trampa a ser soñadores de quimeras. Todo eso salta por los aires con la Pascua cristiana al devolvernos la luz, la paz, la gracia, la bondad, llenando de verdad y de belleza cada momento y cada cosa.
Esto no quiere decir que todo el mundo esté en esta órbita, que los destinos de los pueblos se abran a tamaño regalo y ajusten así sus políticas injustas y extrañas, que acallen sus tambores de guerra, se arrepientan de sus mentiras como manera de gobernanza, de sus corrupciones varias en curso, de sus manejos torticeros con impunidades legales con las que galvanizan sus vergüenzas. Lamentablemente esto se sigue dando como torpe estribillo de una resulta: hacer un mundo sin Dios es hacerlo contra el hombre (H. de Lubac). Pero la palabra última se la ha reservado el Señor resucitado, que nos susurra con música y letra lo que nos dice el profeta (Is 62, 8-9): he cambiado tu luto en fiesta, tu sayal en traje de domingo, en tu cojera te sacaré a bailar y saltarás conmigo, tus abatimientos se convertirán en cánticos con estrofas gozosas que no terminan jamás. Feliz pascua. Aleluya.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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