Somos tomados. A lo largo de la Cuaresma ha estado muy presente el hecho de que somos humilde polvo, pobre lodo del que el Creador supo sacar el mejor provecho. Nos tomó de la tierra, y nos tomó como hijos por el bautismo, y sigue llamándonos, como en cada jornada nos llaman las campanas del templo; quiere tomarnos para ser anunciadores de su Reino, invitados a la mesa celestial, futuros primeros que antes habrán de ser últimos. Así lo advirtió: ''el que quiera servirme que me siga, dice el Señor, y donde este yo allí también estará mi servidor''. El servicio es algo que se pone de manifiesto en el Jueves Santo, pues Jesús asume un nuevo abajamiento como es ponerse a lavar los pies a sus discípulos. En la cultura oriental era habitual en las casas de bien que el último del hogar recibiera así a las visitas, y si era una casa noble con muchos esclavos, al que le correspondía lavar los pies no era al responsable de la cocina, de la casa o los niños, sino que siempre era el último o de menor categoría al que le correspondía este gesto que trataba de aliviar al huésped tras su camino. Jesucristo rompe los esquemas al doblar su rodilla en tierra para aquel lavatorio con el que dio ejemplo y sigue dando ejemplo hoy. Jesús es agradecido, y es buen pagador para el que lo deja todo y le sigue, pero el premio no es que les lavara el polvo de los pies tras tres años de peregrinación anunciando el Evangelio, el premio no se ve ni toca aquí. El Señor nos tiende su mano, "porque yo soy el Señor, tu Dios, que sostiene tu mano derecha; yo soy quien te dice: No temas, yo te ayudaré" (Is 41,13). Nosotros tenemos la libertad de aceptar o rechazar esa ayuda. Si nos dejamos tomar por Él, si seguimos el sendero que nos indica, llegaremos a donde está hoy, a la diestra del Padre que le ha dicho: ''siéntate a mí derecha y haré de tus enemigos estrados de tus pies''. Es una jornada esta para dar gracias al Señor por habernos invitado a su cenáculo, a su mesa; para caer en la cuenta de que el Señor nos ha tomado dado que no somos fruto del mero azar.
Somos bendecidos. El Señor nos bendice siempre, pero qué decir de este día grande en que tantos regalos hemos recibido que siguen bendiciendo al mundo a lo largo del tiempo. Jesús nos bendice en esta jornada con su testamento siempre actual de la ley nueva del amor. El legado de la fraternidad que ha bendecido la humanidad tratando de imitar ese amar sin reservas ni medida hasta el punto de bendecir, querer y perdonar a los que nos persiguen, calumnian o quieren quitarnos la vida: ''Que os améis unos a otros, como yo os he amado''. Somos bendecidos con el alimento de la vida eterna, con la eucaristía, medio por el cuál Jesucristo se hace presente físicamente entre nosotros, coetáneo a nuestro tiempo y compañero de camino. Pero el regalo de la comunión eucarística es tan grande que no podemos ni debemos acercarnos a participar de este banquete sin ser limpiadas nuestras inmundicias y miserias. El Señor es lo primero que hace al entrar en aquella sala con divanes: ''Jesús le dijo: El que está lavado no necesita sino lavarse los pies, pues está limpio; y vosotros estáis limpios, aunque no todos" (Jn 13,10). He aquí la importancia de cumplimiento pascual, de confesarnos en vísperas de comenzar el Triduo para lavar el alma necesitada de estar en gracia con el Señor. Nos bendice el Jueves Santo con el regalo del sacerdocio, ministerio por el cual tantas bendiciones y gracias recibe el pueblo fiel cada día, pues sin ellos no tendríamos eucaristía, ni perdón de los pecados, ni los demás sacramentos. Ellos, los sacerdotes, actualizan el ''haced esto en conmemoración mía''. Es un día para bendecir al Señor, diciendo bien de Él lo primero, sí; pero diciendo bien de los sacerdotes y de mis hermanos, en especial aquellos con los que estoy más distanciado.
Somos partidos. Jesús se parte, se deja triturar, se hace alimento para nosotros. He aquí el modelo que el Maestro da a los que queramos seguirle; no hay cabida para la violencia, sino tan sólo y únicamente para la paz. Esto es lo que más nos cuesta en la vida de fe: los fracasos, los contratiempos, cuando la vida se nos rompe por la salud, la muerte de un ser querido, los problemas que nos desbordan... Y ahí el maligno nos susurra que demos la espalda a Dios, que maldigamos la Cruz de su Hijo, que escapemos de esa copa que la Providencia pone en nuestro camino para ser bebida. También el Señor quiso huir, como nos recuerda San Pablo: ''Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer'' (Heb 5, 7-8). Jesús el Jueves Santo parte el pan, para al día siguiente dejar que partan su cuerpo. Se hizo oblación, víctima perfecta y pacificadora; se ofrece Él mismo al Padre por nuestra salvación al tiempo que la Iglesia, su esposa santa, se adhiere y ofrece al mismo tiempo por Él y con Él. Nos cuesta entender que a veces la mayores victorias pasan por una humillación, por una rendición o entrega; instintivamente no queremos nunca ceder, rendirnos, plegar sin dar batalla, y necesitamos hacerlo para asemejar nuestro corazón al suyo, para limar las asperezas de nuestra vida y así crecer en vida interior. Seguir a Jesucristo implica muchas veces dejarse partir, pisar y martirizar... Así lo advirtió a los suyos cuando discutían sobre el lugar principal que les esperaría en el Reino celestial: «Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre». Así morirían prácticamente todos mártires, menos San Juan, el discípulo amado que en esta tarde bendita reclina su cabeza sobre su pecho, convirtiéndose en el primer devoto de su Sagrado Corazón.
Somos repartidos. Con el traslado del Santísimo al Monumento queremos actualizar la salida de Jesús del cenáculo para subir al monte de los olivos donde pasó la noche orando, cuando en su aflicción fue escuchado. A lo largo de esta noche de vela y perseverancia en la oración ante Cristo Eucaristía tendremos presente esa escena del Maestro arrodillado en oración entonando su «non mea voluntas, sed tua fiat!» (que no se haga mi voluntad, sino la tuya). Aceptar el proyecto de Dios para nuestra vida: convencernos de que espera de nosotros la santidad, y que no debemos vivir tan preocupados de que todo sea o salga como yo quería, sino vivir la paz de asumir que Dios en su infinita sabiduría soñó un camino concreto para mí con sus llanuras y cuestas para ayudarme a estar más unido a Él. La vida de toda persona nunca suele ser la imaginada en la infancia, y cuando termina una vida y se ve su periplo, se ve lo repartido que ha estado en lugares, realidades y experiencias donde pudo ser reflejo del amor de Dios por medio de la caridad. He ahí la voluntariedad de Cristo que no huye, sino que se deja apresar, que con su silencio ya está diciendo a sus verdugos y al mundo entero que nadie le quita nada, sino que Él mismo de forma voluntaria quiere darse por entero. No hay amor más grande que dar la vida; el amor implica dolor, y esto lo vemos perfectamente en los acontecimientos de este Jueves Santo. Día del amor fraterno, decimos, pues la caridad que brota del sacramento del altar nos empuja a acudir a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Es una jornada para la Comunión, que no es esa común unión de afirmar que somos uno al compartir el mismo pan sin más aún; debemos estar unidos pues si comulgamos a Cristo sentimos el estremecimiento de que el mismo Señor está en nuestro interior: ¿Cómo podemos ver con ojos diferentes a aquella persona que no me cae bien, pero que al haber comulgado como yo tiene a Cristo en sí exactamente igual?...
Para la meditación en esta noche santa tenemos los capítulos del 13 al 17 de San Juan, de la llamada oración sacerdotal de Jesús, y que el Cardenal Don Marcelo con mucho acierto afirmó que eran la cumbre de la revelación divina, sobre los cuales pasarán los siglos sin tener tiempo suficiente para meditarlos.
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