Es una de las localidades de mayor capacidad hotelera de Francia. Aunque no tiene cobertura de hospedaje todo el año, por allí pasan hasta seis millones de personas en los meses en los que está abierta la demanda que debe reservarse con antelación suficiente. Quizás alguno puede estar pensando en la Costa Azul con sus playas y casinos de juegos prohibidos para el bolsillo de la mayoría de la gente. Otros se imaginarán que me refiero a los Alpes y sus instalaciones privilegiadas para los deportes invernales. Acaso haya quien más sofisticado se decante en esta adivinanza por un turismo cultural en la ruta de los Castillos en el valle del Loira. Pero nada de esto respondería en mi intención al comenzar estas letras señalando esa enigmática localidad tan resultona en la afluencia.
Para no dar más rodeos ni sembrar más pistas despistantes, me estoy refiriendo a un pueblecito pirenaico que hace 166 años se convirtió en meta de curiosidad, en referencia de devoción: Lourdes, en la zona de las llanuras de Bigorre en el departamento de los Altos Pirineos. Gentes sencillas con esas características propias de los montañeses de aquella época: circunspectos, tímidos, algo desconfiados y encerrados en sí mismos, pero con un corazón noble que llenaba de bondad tantos momentos de la vida cotidiana. Si, además, eran pobres, incluso de solemnidad, como sucedía en tantos casos, teníamos servida la trama y la coyuntura de una elección misteriosa que hizo María cuando se vino a fijar en una adolescente como interlocutora de sus mensajes.
Se trataba de Bernardette Soubirous, que un día cualquiera jugaba con otras dos niñas en los aledaños de una pequeña gruta, Masabielle (que significa Rocas Viejas en la lengua occitana), junto al río Gave a las afueras de la ciudad. Sabemos cómo la pequeña se encontró de pronto frente a una señora dulce y hermosa que sencillamente sonreía mientras pasaba ante la niña las cuentas de un rosario. Hasta 18 fueron las apariciones de María a Bernardette, en donde se fueron sucediendo las indicaciones como lavarse en el pequeño mananial, pedir que se edificara allí una iglesita o que se acudiese en peregrinación. Desde entonces tantísimos hombres y mujeres han acudido allí para lavar lo que se puede haber manchado y mancillado con el trasiego de la vida, también para sentirse acogido en aquella gruta y al amparo de sus basílicas como un lugar donde descansar de las intemperies todas, mientras se peregrina a un lugar que tiene meta, en donde somos esperados y abrazados para dar comienzo de nuevo a lo que vale la pena.
En estos días se celebra la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, y viene a la memoria lo que hacemos también desde Asturias cuando vamos allí con la Hospitalidad de enfermos cada año. No es un lugar donde se multiplican los milagros como por arte de magia y, de hecho, en todos estos años no llegan a 70 los que han sido reconocidos como tales por un tribunal médico compuesto por doctores creyentes y no creyentes. Porque el milagro que más se suele dar allí, no pasa por una curación sorprendente e inexplicable ante la ciencia médica, sino por un modo diferente de mirar las cosas, de abrazarlas y vivirlas. Este milagro cotidiano, en su sencillez proverbial, es el que nos permite asomarnos a la realidad que no siempre está en nuestra mano poderla cambiar, pero sí que podemos verla y vivirla de un modo diferente: justamente como la miran los ojos de Dios y como Él mismo la valora en su justeza. Sólo así la vida, aunque nos duela, jamás nos destruye, no puede chantajearnos con el engaño que acorrala secuestrando la esperanza.
Necesitamos de esos milagros como un auténtico regalo del cielo, cuando los nubarrones grises nos asustan descargando tormentas pasajeras. Es la bondad que no envilece y la belleza que no se afea, como compañeras de un camino que nos permite vivir cada cosa con la certeza de sabernos esperados y abrazados por quien no nos engaña.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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