Las campanas al aire tañen en todo el mundo para una cita especial. Son campanas que voltean por una alegría novedosa a pesar de tener dos mil años lo que anuncian como la mejor buena noticia. Fueron los pastores los primeros en recibir el mensaje allá en sus majadas alejadas de un Belén atestado por el empadronamiento de cada uno en su lugar de nacimiento por orden de Augusto, emperador de Roma y de Cirino, gobernador de Siria. Aquellos zagales estaban allí al relente de la noche cuidando sus rebaños. De pronto se les anunció esa nueva buena: hoy os ha nacido un Salvador en la ciudad de David. Lo encontraréis como un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre.
Este es el argumento festivo de nuestras campanas a través de todos los siglos. Con ese adverbio de tiempo que emplea San Lucas varias veces en su Evangelio: hoy. Esto quiere decir un hoy que no tiene fecha concreta porque las tiene todas. Cada tramo de la historia de la humanidad, cada fragmento de nuestra biografía, tiene un hoy que pone la edad de mis años y la situación de mi circunstancia. Y para poder entender el sentido de la auténtica Navidad cristiana, hemos de colocarnos en ese encuentro en el que también por mí suenan las campanas en el hoy que me embarga con toda su luz o toda su penumbra, con todas las dudas y todas las certezas, con todos los conflictos y toda la paz que se hace sitio en ellos.
¿Cómo habríamos ideado nosotros la salvación de la humanidad si Dios nos hubiera pedido parecer? Efectivamente, para entender esa escena de un Dios naciente ¿cómo nos podríamos imaginar la llegada de Dios a nuestra vida? Quizás como una imponente rueda de prensa en la que se comunicase con detalle los pormenores más curiosos. O, tal vez, como una gran parada de fuerzas multinacionales donde se exhibiesen con tronío y alharaca todo su poder. Para otros, acaso, tan solemne advenimiento debería llegar en medio del “glamour” de una escenografía del famoseo bien cuidada, de esas que no alumbran la oscuridad de nadie, pero que deslumbran la vanidad de tantos incautos. Quizás habría quien se imaginase ese evento en la guisa de un acaudalado financiero que todo lo subvencionara como banquero ilimitado. O en la cultura de un sabihondo sabelotodo que para todo tuviera ideas y soluciones, dejándonos a todos la boca abierta.
Tal vez no se nos habría ocurrido mejor método para ayudar a Dios a salvarnos. Martín Descalzo escribió magistralmente en su biografía sobre Jesús, aquello de que «los hombres, siempre aburridos y seriotes, se habían imaginado al Mesías anunciado de todos modos menos en forma de bebé… Esto tenía más aspecto de broma que de otra cosa. ¡No era serio! Y sin embargo aquel bebé, que iba a comenzar a llorar de un momento a otro, era Dios, era la plenitud de Dios. Y se había hecho enteramente hombre. El mundo que esperaba de sus labios la gran revelación recibió como primera palabra una sonrisa y el estallido de una pompa en sus labios rosados» [J.L. Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de Nazaret (Sígueme. Salamanca 1990) 123].
Sí, Dios tuvo una idea mejor. De las muchas maneras con las que Dios hace las cosas al hablarnos, nos ha querido narrar la historia de nuestra felicidad haciéndose un pequeño bebé para comenzar a contárnosla. Palabra acampada, palabra hecha tienda en medio de nuestras contiendas. El Verbo de Dios que se hace palabra nuestra. Escogió un niño, haciéndose niño Él. Todo el poder, toda la sabiduría, todo el arcano del eterno Dios, hecho lágrima de bebé, llanto de hambre y frío de un niño divinamente común, al amparo de una mujer joven que fue tan especial madre, de un joven varón que, sin haberla tomado aún por esposa cumplidamente, se fio de Dios y actuó de amoroso protector de ella y de su pequeño infante. Una historia humana y divina, asombrosa y misteriosamente única.
La Navidad llama de nuevo a nuestra puerta y nosotros nos dejamos deslizar al gran misterio de un Dios que quiso contarnos su entraña de amor aprendiendo nuestras lenguas y nuestros gestos, para palpitar su eterno corazón con nuestros latidos humanos. Así lo celebramos cada año llegando estas calendas tan señaladas. Es verdad que tenemos sobrados motivos para una mueca de preocupación casi en la frontera desesperada por el panorama que se dibuja en este mundo contradictorio. Las guerras que no cesan, los fanatismos que nos atenazan, la mediocridad que nos gobierna, mientras el miedo de los buenos se enroca en cobardías disfrazadas de prudencia dando pie a que desalmados hagan de las suyas por doquier.
Pero esta negrura tan gris y cenicienta se disipa cuando el destello siempre perenne de un Dios que viene para abrazar nuestra malherida humanidad, enciende en nuestras noches oscuras su luz resplandeciente. Lo decía el gran escritor francés Charles Péguy: Jesús no vino para pelearse con la tiniebla sino para ser luz en medio de ella. Así fue hace dos mil años, y así sucede cada día: en cuanto Él se enciende en nosotros y entre nosotros, la oscuridad no tiene nada que decir ya, ni nada que esconder en sus penumbras.
La Navidad es este misterio de esperanza que llena el corazón y las calles de la más sana y verdadera alegría, derramando su villancico inocente entre nuestros cansancios agoreros por tantas cosas que nos suceden. Y para memoria viva de este regalo continuamente presente, ya San Francisco de Asís previó hace ahora ochocientos años en una Navidad inolvidable en la ciudad italiana de Greccio. En aquel 1223 se tuvo una iniciativa inaudita por parte de aquel santo frailecillo. Quiso celebrar durante la Misa de medianoche un Belén viviente. La joven mamá que había dado luz unos días antes, prestó su misma ternura junto a la del padre de la criatura que de ambos nació. Ya teníamos un primer esbozo del cuadro que en el portalín belenista aconteció en la primera Nochebuena de verdad. Todos en el pueblo se hicieron pastores y zagales en aquella Misa del gallo, mientras San Francisco oficiaba como diácono proclamando el Evangelio que narraba el nacimiento de Dios.
Por este motivo, nuestros belenes y nacimientos son una preciosa remembranza de lo que sucedió en Belén hace dos mil años y de lo que se recordó en Greccio hace ochocientos. En llegando estas fechas memorables, para mantener el recuerdo vivo de lo que verdaderamente sucedió y sucede cada día, en cada hogar, en cada iglesia y cada comunidad, en tantas plazuelas y calles, en escaparates adornados para la ocasión, se ven nuestros pequeños o grandes belenes que nos actualizan con ternura y esperanza la alegría que se nos regaló con el nacimiento de Dios entre nosotros. Es un gozo recordarlo, un deber agradecerlo y con sencillez compartirlo con un esmero admirado. Es el aroma de estos días, con sabor a mazapán navideño, estrofa de villancico popular y música de la esperanza que no defrauda jamás.
En un día como hoy hacemos memoria de algo que sucedió hace dos mil años, y que sucede cada día si dejamos que el mensaje de aquel pequeño nacido de la Virgen María, encienda su luz en nuestra oscuridad y derrame su paz en nuestras trincheras. Hemos dejar que crezca en nuestra vida aquel Pequeño Dios humanado, que aprenda nuestros lenguajes para que nosotros entendamos su Palabra, que haga suyos nuestros andares para que nosotros caminemos por sus sendas. Así lo celebramos cada año llegando estas calendas tan señaladas. Es la Navidad cristiana que de corazón os deseo a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, mientras con los ángeles y pastores de todos los tiempos entonamos nuestro canto de gloria a Dios, siendo bendición para los hermanos. Amigos y hermanos: Feliz Navidad cristiana.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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