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lunes, 20 de noviembre de 2023

Halloween. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Cuando ya se pudo visitar, en casa, a la madre, que se llamaba Carmen, y a su bebé, después de la venida de éste al mundo en el hospital regional, Rosina, que era muy católica y amiga de la familia de toda la vida, fue de las primeras en ir a conocer a la criatura. En realidad, lo que pretendía era hacer una comprobación: verle los piececillos, para asegurarse de que no tenía pezuñas de macho cabrío.

Sin embargo, el crío llevaba tanta ropa encima que no había modo de cumplir aquel extraño deseo que tanto la inquietaba últimamente. Tal vez más de lo debido. Mirarle las orejas resultaba, en cambio, muy fácil. Y no eran, afortunadamente, puntiagudas como las de un sátiro.

No iba a pedirle a Carmen, la madre, que desvistiera al niño de pocos días para que le enseñara las diminutas extremidades inferiores, infundiendo así sospechas, pero, tras darle vueltas en la cabeza, Rosina pensó que lo mejor era regalarle unos patucos y que se los pusieran estando ella presente. Para probarlos. Por si había que devolverlos. Y así fue.

En efecto, al quitarle los que traía, y antes de ponerle los nuevos, quedó patente que el recién nacido tenía los piececillos como los de cualquier otro niño: rechonchitos, coloraditos, levemente violáceos en algunos puntos y con las plantas en paralelo a causa del arqueo de las piernecillas. Los deditos de la mano, también bien, sin apófisis ungueal ni nada por el estilo ¡Qué alivio!

El desasosiego de Rosina se debía a que la madre del bebé, Carmen, andaba diciendo por ahí, con tono reivindicativo, que ella era nieta de una de las brujas que no pudo quemar la Inquisición. Al proclamar semejante barbaridad, la puérpera estaba refiriéndose claramente a Lola, su abuela, que era como una hermana para Rosina. Ésta no había apreciado jamás, ni en Lola, ni en sus hijas, ni en sus nietas, ninguno de los rasgos que caracterizaban a las brujas de Zugarramurdi, en la película de Álex de la Iglesia, que había visto en la televisión. ¡Qué horror!

Rosina se puso a buscar similitudes entre las de la película y las de la familia de Lola, pero no las hallaba. Es más, Lola acudía a Misa los sábados por la tarde ¡Si hasta pasaba la bandeja! Era, hay que decirlo todo, moderna. Siempre lo fue. Avanzada para los tiempos, sí, pero muy formal y trabajadora. Como era igual de presumida que de joven, Lola iba, con una hija y la nieta confesamente bruja, a Pilates, pero no constaba que ninguna de las tres se subiese por las paredes ni que caminase, dicho vulgarmente, a cuatro patas por los techos, como las de la película.

Tampoco tenían una lengua larga, de iguana. Eso sí, la mamá del bebé, Carmen, había ido mucho a Navarra, fuera tiempo de sanfermines o no, antes de juntarse con Paco, el supuestamente padre del crío, ¡que vete tú a saber! Sin embargo, ahora que lo pensaba: ¿no habría ido a aquelarres en la cuevona de Zugarramurdi? Carmen comentó, además, en cierta ocasión, que cortejaba algo con uno de por allí. De Nafarroa, decía ella ¡A ver si era Lucifer! ¡A que concibió del demonio y se casó con Paco para disimular!

Rosina recordaba, de cuando era joven e iba al cine los domingos a las 8 de la tarde, la cara que puso Mia Farrow, protagonista de “La semilla del diablo”, de Roman Polanski, cuando vio al niño que había engendrado de Satanás a cambio del dinero que le soltaron al sinvergüenza de su marido unos siniestros vecinos que la narcotizaron para que el Príncipe de las tinieblas la inseminara. ¡Qué miedo! ¡Como para no asegurarse de que el biznieto de Lola, recién nacido, fuera cien por cien normal, oyendo lo que vociferaba por ahí la madre de la criatura acerca de sus antecedentes brujeriles!

El niño creció sano, pero sin recibir el bautismo. Tenía la misma cara y los mismos andares de Paco, el padre. Quedaba despejada así cualquier posible duda respecto a de quién era realmente el conducto por el que había salido escopetado el espermatozoide ganador de la carrera. Sin embargo, la idea de hacerlo hijo de la Iglesia estaba tan fuera de las mentes de sus padres, Carmen y Paco, como la de ir a celebrar a Jápeto, uno de los satélites de Saturno, el séptimo aniversario del su ajuntamiento, el de ambos dos, que no llegó a formalizarse nunca, ni sacramentalmente ante Dios ni legalmente ante un concejal.

Al niño le impusieron el nombre de Luis, Luisito, sin que mediara rito alguno: ni cristiano, ni druídico, ni apotropaico, ni ninguna de las diecisiete mil soserías iniciáticas con las que el laicismo desea, intenta y no puede reemplazar a la religión. Y lo matricularon, llegada la edad, en un colegio público, muy renombrado por enviar cartas a los padres con mensajes así de entrañables por Navidad: «En el colegio no estará permitido dibujar o colorear estrellas porque es un ejercicio que puede herir la sensibilidad de los niños y de las niñas». Incluidos los hijos y las hijas de familias cristianas practicantes.

En esa usina de deconstrucción de personas cesaba, en el tránsito del mes de octubre al de noviembre, toda actividad académica regular, para que los profesores y los infantes entregasen sus almas a las tenebrosas prácticas de Halloween en los días del termidor actual, ese que se han sacado de la manga los amantes del submundo: samain, que debe de significar algo así como «la mitad más oscura del año». Todo esto, a juicio de la dirección del colegio, no dejaba en las mentes de los niños y de las niñas aquel daño psicológico irreparable que les infligirían las luces alegres de la Navidad.

Los alumnos acudieron al aquelarre institucional con los atuendos más terroríficos que cupiera imaginar, aunque, a decir verdad, nunca antes se había visto de forma tan manifiesta aquello de que un niño vestido de Halloween es el más vivo y fidedigno retrato de sus padres. Se diría que el colegio se había convertido por unas horas en un círculo del infierno de la “Divina Comedia”, de Dante, si no fuera porque la celebración de Halloween era una solemne, tétrica y brutal payasada.

A Luisito lo vistieron de mayordomo terrorífico. O ese era el propósito inicial. A aquel chavalín, que pronto cumpliría siete años, le ensombrecieron el entorno de los ojos con potingues, le pusieron no sé qué por la cabeza para que pareciera calvo, como Nosferatu, y le colocaron una bandeja vacía sobre la palma de la mano derecha, como si fuera un sirviente de “Downton Abbey”. Y, para darle mayor tenebrosidad, le endosaron una toalla hecha una pelota a la espalda, bajo la ropa, para que pareciera una joroba y clavaron en ella un puñal de verdad. Le dio miedo hasta a uno de los profesores que habían promovido tan aberrante fiesta de la muerte.

Y de aquella guisa, con una bandeja vacía sobre, ora la palma de la mano derecha, ora la de la izquierda, igual que un camarero cuando regresa de la terraza a la barra, y un puñal en la espalda, tuvieron durante horas a la criaturita circulando por aulas y calles. Como las celebraciones de Halloween no son otra cosa más que ganas de fastidiar al catolicismo, Carmen y Paco no dejaron iglesia ni institución eclesial delante de la cual no hicieran una foto con el móvil al pequeño aprendiz de anticristo. Sólo por provocar.

Al pasar por delante de una tienda de libros y de objetos religiosos, Luisito reparó en que, en el escaparate, había una imagen de un niño sonriente, cubierto solamente con un trapito a la altura de la cintura. Tenía unas cosas de metal dorado detrás de la cabeza, parecidas a rayos de sol. De repente, el niño sonriente de la imagen en el escaparate le guiñó el ojo derecho. Y en aquel preciso instante se encendió en el interior de Luisito una luz, que, para él, criado en la oscuridad de las supersticiones del paganismo y del laicismo, era una sensación completamente nueva. Y le guiñó entonces, sonriente, bajo aquella costra infernal de la que lo habían revestido sus padres, el suyo, el derecho, al Niño Jesús del escaparate.

Nota: Este microrrelato es una ficción literaria. Cualquier similitud con personas o situaciones reales, o con aquelarres de Halloween tenidos en familias, colegios, incluso católicos, asociaciones vecinales, clubes, campos de iglesias o locales parroquiales es pura coincidencia.

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