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miércoles, 11 de octubre de 2023

El día de la marmota. Por Juan A. Gómez Trinidad

(Rel.) El día de la marmota es, además de una curiosa costumbre de predecir la duración del invierno en función del comportamiento del animal al salir de su letargo, una famosa película en la que un meteorólogo frustrado ve cómo su vida profesional no avanza. Al despertarse cada día observa cómo se repite todo el día anterior.

Ha comenzado el curso escolar y de nuevo nos encontramos con los mismos datos escolares: no acabamos de salir de los puestos mediocres en educación, - España lidera en segundo lugar, tras Rumanía, la tasa de abandono escolar-, crece la brecha de resultados entre chicos y chicas a favor de las segundas, episodios de violencia, potenciada con el uso de los móviles y nuevas tecnologías etc.

En la propuesta de soluciones todo se ciñe al aumento de recursos. Es algo tan absurdo como comprarse un ordenador más caro si sigues usando programas anticuados.

Nunca, como ahora, hemos tenido tantos medios – y no me refiero a los recursos materiales, sino a los conceptuales -. Hoy tenemos un largo legado de corrientes psicológicas, durante décadas los pedagogos nos han ilustrado con las diversas teorías del aprendizaje, los neurólogos nos han explicado cómo funciona el cerebro y nos han ayudado a desterrar muchos de los mitos que se habían instalado en la cultura como auténticos dogmas. Nunca hubo tal facilidad de acceso a todo tipo de información.

Y, sin embargo, seguimos con una constante desazón ante la pobreza de resultados de la educación en España. Algunas cuestiones claves como la necesidad de autoridad, la responsabilidad, el esfuerzo personal, la atención, etc., han sido excluidas del debate educativo y, por tanto, de los programas políticos.

Más allá de la diversidad de tendencias, de los cientos de investigaciones y estudios, hay algo en lo que todos los educadores estamos de acuerdo: a los niños y jóvenes les cuesta, cada vez más, prestar una atención sostenida. También sabemos que sin atención no es posible aprender.

Lo expresan con cierta ingenua sinceridad los mejores estudiantes cuando confiesan que son incapaces de leer un artículo, y mucho menos un libro, que analice en profundidad una cuestión. Los profesores se quejan, con cierta desesperación, de esta incapacidad de esfuerzo en la lectura y atención continuada. Esta carencia tiene mucho que ver con la intensa e incesante lluvia de estímulos emanados desde las distintas pantallas, entre las cuales la que cobra más importancia es el “móvil”, ese instrumento que nos acompaña hasta antes de dormir y el primero que vemos al despertar. Según estadísticas fiable una de cada tres personas mira el móvil más de cien veces al día

Sin atención es difícil, por no decir imposible, cualquier aprendizaje, no sólo el escolar, sino de la vida misma. Simone Weil, pensadora cuyo pensamiento está empezando a redescubrirse en nuestro tiempo, decía que “No hay arma más eficaz que la atención” y en ello coinciden los expertos educativos: hoy más que el coeficiente intelectual es decisivo la capacidad de atención.

Por otro lado, prestar atención a algo o alguien es demostrar el valor que le concedemos, pero a la vez es la forma más placentera de actividad, es el ingrediente para saborear la vida. Por el contrario, la dispersión constante, la falta de atención, es la garantía de la falta de productividad, ya sea en el estudio o en el trabajo.

Ahora bien, la atención se cultiva o se agosta por falta de entrenamiento y de condiciones básicas. La primera de ella es el silencio y la reflexión. La segunda es la presencia de principios, de criterios claros.

En una sociedad saturada de ruidos de todo tipo, se necesita cada vez más el descubrimiento y cultivo del silencio. Sería conveniente dedicar unos minutos a que los niños y jóvenes cultivaran el silencio. No es extraño que se extiendan experiencias de meditación y cultivo del silencio en la escuela. Puede que inicialmente produzca aburrimiento, lo cual no es del todo malo como decía Carl Honoré: “Si dejamos a los niños aburrirse de vez en cuando, empezarán a inventar, a analizar el mundo a su alrededor… el aburrimiento es imprescindible, pero en buena dosis”.

Pero el silencio encierra a la vez la mayor sorpresa: el encuentro consigo mismo. Un encuentro que de entrada no nos gusta porque nos alerta de que somos algo más profundo y valioso que nuestras diversiones, nuestros saberes, nuestros negocios o nuestros éxitos. “Conócete a ti mismo” que estaba inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos. Todo un símbolo: quien quiera ser sabio, ha de conocerse a sí mismo. Eso produce “temor y temblor”, pero es la más alta sabiduría como reconoce la filosofía tanto oriental como occidental. Por el contrario, al hombre masa, despersonalizado le ocurre lo que señalaba el premio Nobel Anatole France: “Lejos de procurar conocerme, me he esforzado siempre en ignorarme. Me frecuento a mí mismo lo menos posible. Siempre he vivido lo más lejos posible de mí mismo”.

El cultivo de la atención requiere, en segundo lugar, la presencia de principios y criterios que permitan discriminar lo frívolo de lo serio, lo superficial de lo profundo, lo accidental de lo substancial. Para la adquisición de estos criterios y objetivos se hace imprescindible la tarea del educador, ya sea padre o maestro.

La nave con la que podemos cruzar el proceloso mar de la sociedad de la información para llegar al preciado puerto de la sabiduría es la atención. Es la principal competencia sin la cual el resto de las contempladas en la legislación, en las programaciones se tornan irrelevantes. Los remos de esa nave son el silencio y la reflexión. Como decía Nietzsche: “Nadie aprende…, nadie enseña a soportar la soledad”.

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