Los sueños no pesan ni abultan cuando te propones una aventura. Las dudas y los pesares son quizás un poco más grávidos. Y las preguntas que nos embargan, tantas en todos los flancos de la conciencia y en los recovecos del alma, también cabían en esa mochila viajera. No éramos turistas que se lanzan a un destino controlado por nuestros deseos, nuestros presupuestos y nuestro calendario. Éramos peregrinos que se dejan mover por un secreto presentimiento, dejándonos conmover por un Dios que siempre sorprende. Y aun acotando el lugar al que íbamos en las fechas convenidas, sabemos que es el mismo Señor quien dirige sabiamente la partida. Un grupo de casi cincuenta cristianos, partíamos desde Asturias rumbo a Tierra Santa, esa geografía única que sigue dibujando su mapa dos mil años después por los pies de los peregrinos que agradecidos pisan los parajes que frecuentaron los pasos de Jesús, dejando una huella en la historia inacabada para los que vinimos después a través de los siglos.
Conocíamos los textos evangélicos, sabíamos tantas cosas por la historia sagrada que aprendimos desde niños, pero pusimos una nota lugareña a los escenarios en donde se dijeron palabras que no engañaban y traían vida, en donde se ofrecieron gestos de misericordia como si fueran milagros: las palabras que pronunciaron los labios de Jesús y los gestos que salieron de sus manos, que de tantos modos llegaban a nuestros oídos para volver a escucharlas y se proponían a nuestros ojos para de nuevo imaginarlos.
Cada uno de nosotros venía con los años de su edad y la encrucijada de sus circunstancias. Así nos ha alcanzado esta peregrinación diocesana a Tierra Santa a cada uno en su momento biográfico, con su actitud ante las cosas, con su apertura o distracción. Porque es como la parábola del sembrador: su semilla cae en una tierra sin apenas calado en un surco superficial; o cayendo en medio de una tierra con demasiados inconvenientes entre piedras y espinos donde esa semilla apenas tiene cabida y no logra germinar. Pero también puede caer en una tierra sedienta de la verdad, la bondad y la belleza para las que nacimos, y entonces la semilla se adentra en nuestros entresijos para regalarnos lo que reconocemos inmediatamente como un abrazo que nos levanta, una luz que nos ilumina y una gracia que nos permite volver a empezar una vida cristiana renovada tras tantos devaneos despistados o tantos caminos pródigos que nos llevaron a ninguna parte.
Hemos acompañado a Jesús y a María desde Nazareth hasta Belén, desde Galilea hasta Judea. Toda la vida del Señor se nos hacía presente en esos escenarios y en los mensajes que ponen la paz y el bien en nuestro momento personal como cristianos. Nos sentimos acompañados por un Jesús que miró la vida real: niños que juegan en la plaza, viudas que echan todo como limosna para el Templo, pescadores sin horizonte en su vida y pecadores empedernidos con su catálogo de fechorías; buscadores nocturnos como Nicodemo, mujeres con historias como la Magdalena, madres que van a enterrar a su único hijo o amigos entrañables como Lázaro cuya muerte conmoverá al Maestro. Zaqueos con sus rapiñas, Samaritanas con su sed profunda y sus trampas, Mateos con sus telonios de impuestos, recién casados que quedaron sin vino en la boda, centuriones con más fe que los fariseos, leprosos, ciegos y lisiados que fueron curados y endemoniados a los que expulsaron tantos diablos… ¡Cuántos nombres, cuántos rostros, cuántos llantos y sonrisas, como en nuestra misma vida! Es la peregrinación que marca un recomienzo al regresar a nuestra vida cotidiana y encontrarnos con lo mismo que en la partida dejamos, pero que ahora es mirado, abrazado y vivido de otra manera, porque en su Tierra bendita Jesús se ha vuelto a cruzar con nuestras biografías.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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