Hay una cadena de televisión que va pasando en estos días del verano las películas, una a una, de Bud Spencer y Terence Hill, protagonistas de aquel film que los hizo famosos: “Le llamaban Trinidad”.
El napolitano Bud Spencer, el fuerte, se llamaba en realidad Carlo Pedersoli (1929-2016), pero adoptó el nombre artístico con el que se le conoce debido a la admiración que le profesaba a Spencer Tracy, su actor favorito, y por la cerveza Budweiser, que tanto le gustaba. De aquí lo de Bud Spencer.
Tenía estudios de Derecho, Química y Sociología, participó como nadador en dos olimpiadas y en numerosas competiciones, en las que obtuvo importantes victorias, y se desenvolvía bien en varios idiomas. Era un hombre de fe: «Soy católico. He comprendido que, sin Dios, el hombre no es nada». Leí en alguna parte que incluso emprendió un negocio para la atención del turismo religioso.
En la medida en que fue haciéndose mayor, la fe cristiana llegó a ser el centro de su vida y la más sólida fortaleza ante la muerte: «Creo que en realidad uno no muere y que nuestra alma está viva después de dejar la tierra. Estoy seguro de que la vida continúa. Entre tanto, afrontaré la muerte con dignidad. Y con la misma dignidad afrontaré el juicio de Dios».
Cuando falleció, en 2016, la misa exequial se celebró en Roma, en la “Iglesia de los artistas”, en “Piazza del Popolo”, presidida por don Walter Insero, rector del templo. Al final de la ceremonia se leyó la “Oración de los artistas”, que comienza así:
«Señor de la belleza, omnipotente creador de todas las cosas, tú que has plasmado las creaturas imprimiendo en ellas la impronta admirable de tu gloria, tú que has iluminado lo íntimo de cada persona con la luz de tu rostro, vuelve hacia nosotros tu mirada y ten piedad de nosotros, de nuestra debilidad, de nuestra pobreza; vuelve tus ojos hacia nuestro trabajo, nuestras fatigas de cada día. Míranos, somos los artistas, tus artistas».
En cuanto al veneciano Terence Hill, su compañero de cabello claro y ojos azules, cuyo nombre de verdad es Mario Girotti (1939-), es hijo de emigrantes en Alemania y padeció de niño los bombardeos de Dresde, sobreviviendo a éstos por puro milagro. Cursó estudios universitarios de Literatura clásica. En una cadena de televisión están pasando también, en estos días, la serie “Don Matteo”, en la que hace de sacerdote investigador de crímenes cometidos en su entorno. Como el Padre Brown.
Para Terence Hill fue muy importante la lectura del libro “Cartas del desierto”, de Carlo Carretto (1910-1988), al que hace referencia en la película que dirigió y protagonizó en el desierto de Almería: “My name is Thomas” (2018). Fue precisamente en esta provincia española en donde Terence Hill conoció a Bud Spencer y en donde recibió, mientras buscaba lugares para el rodaje, la noticia de su muerte.
El libro de Carretto, un clásico de la literatura del desierto, es de 1968. Su autor perteneció a la familia espiritual de Charles de Foucauld: en la Fraternidad de los Pequeños Hermanos de Jesús, primero, y en la de los Hermanos del Evangelio, después. Tras haber pasado varios años en el Sáhara regresó a Italia y se instaló en un monasterio abandonado de Perugia, creando allí un centro de hospitalidad y oración. Se llama “Casa San Girolamo”.
En “Cartas del desierto” refiere cómo fue su conversión a los 18 años, siendo maestro de un pueblo. Acudió a los sermones de una misión parroquial, que le parecieron aburridos y anacrónicos. Pero le dio por acercarse a confesar con el predicador. Y en ese momento cambió su vida. Se entregó por completo a la Acción católica. Hasta que, después de dos experiencias religiosas muy fuertes, se hizo contemplativo del desierto.
Pues todo esto fue lo que dejó fascinado a Terence Hill, que leyó, en los años 80, cuando vivía en América, “Cartas del desierto” por sugerencia de su mujer. El actor encontró en el libro «palabras muy profundas, parecen las de san Francisco, ideales para aquellos que –como yo- tienen sed de espiritualidad».
Mas, ¡ay!, lo que son los caminos del Señor. Yo leí ese libro hace cuarenta y cinco años en el Seminario. No le saqué nada de jugo. Lo tengo desde entonces en la estantería y no miré más para él. Sin embargo, he vuelto a leerlo sólo por tratar de averiguar qué fue lo que cautivó a ese actor que, con su compañero, en las películas, come de platos llenos a rebosar y reparte mamporros a diestro y siniestro, sin que nadie salga muerto.
Y claro que he encontrado vetas de vida interior. Me lo ha servido en bandeja un actor de cine, Terence Hill, que se fue a la región de Tabernas, en Almería, para revivir allí, sobre una moto, la experiencia de Carretto. En mi caso, pienso que era necesario que hubiesen transcurrido cuatro décadas de existencia personal para entender lo que el contemplativo en el Sáhara, Carlo Carretto, quería decirme. Al igual que le sucedió a Israel, que tuvo que caminar durante cuarenta años por el desierto para crecer en madurez, en comprensión y en libertad. Y es que Dios, al final, sigue esperándonos en nuestros orígenes.
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