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martes, 11 de julio de 2023

Las velas. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Apreciado I. A.:

Me has hecho llegar por escrito un hermoso testimonio acerca de «tu reencuentro con este bello camino» que es el de la fe, el de la vida cristiana y el de la liturgia. De ésta, de la liturgia, has ido descubriendo, semana tras semana, su grandeza y hermosura a través de los signos sacramentales, el mensaje de los pasajes bíblicos, las ideas de las homilías, la sacralidad del espacio, la sonoridad del órgano, la delicadeza de los cantos, la piedad y el recogimiento de los miembros de la asamblea, la inspiración de las oraciones o la viva luz de las velas.

Sin embargo, ¡ay, las velas!, te hiere internamente el violento soplido con el que las apagan al final de la Misa. Consideras que ésta no ha concluido hasta que su resplandor, el de las velas, se haya extinguido suavemente. He de decirte que mucho has progresado en tu retorno a la belleza de la fe si has captado vitalmente el elocuente significado de las velas en la celebración litúrgica.

¿Por qué no se emplea ese utensilio que hay para apagarlas?, me preguntas. Y te respondo que, en España, no busques finuras ceremoniales en las iglesias porque apenas existen. Ni en ninguna otra institución. En nuestro país, los actos que requieren un mínimo de protocolo y de ritualidad son un dolor.

Ese instrumento, con forma de capucha, que mencionas, se llama apagavelas. Lo encontrarás en el mercado por un euro. Pero ni regalándoselo a la parroquia lo usará. Irá a parar al cajón del mueble de la sacristía en el que se guardan dos bolígrafos, de los que uno ya no escribe; un bloc con hojas desprendidas, en las que figuran apuntados nombres y números de teléfono que nadie se acuerda ni de quiénes son los primeros ni de para qué se guardaron los segundos; una bolsita de plástico con residuos del revoltijo de Reyes, un mechero, unas chinchetas, un tornillo a punto de empezar a oxidarse y que rueda dando vueltas en cualquier dirección en cuanto abres el cajón, una alcayata, una tijera pequeñita, unos alicates y un rollo de celo.

Seguirán apagando las velas como si fueran las de una tarta de cumpleaños, salpicando así de cera y de partículas de saliva los lienzos que revisten la mesa del Sacrificio y sobre los que se pone el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y pocas gracias si nos las sustituyen por esas de mercurio que imitan a las de verdad, como las que le ponen, junto al sagrario, al Santísimo Sacramento. Ganas no faltan.

No veas con qué respeto se encienden en los hogares y en las mesas de los restaurantes del centro y norte de Europa, pues allí entienden que la luz de una vela logra expresar aquello que las palabras no atinan a manifestar del todo e iluminan las pequeñas oscuridades de la cotidianidad. En la Misa, indican que lo que allí acontece no se puede ver con la luz solar o la eléctrica, sino con otro haz de luz, que es el que permite ver las realidades sobrenaturales.

¿Y entre los judíos? El encendido de las velas en la tarde del viernes, para la cena del sábado, va acompañado de un ritual que tiene siglos. Es el instante más bello y sublime de la semana en el hogar de la familia hebrea. Luego están las luces de la menorá y las de Janucá.

Hace unos meses asistí a una Misa pontifical en la catedral católica de Westminster, en Londres, y durante el encendido de los cirios de los candelabros estuvimos todos en vilo. Nos íbamos iluminando internamente al ritmo con el que el monaguillo alcanzaba con una vara el pábilo de cada uno de ellos. Era como si la Misa fuese comenzando lentamente con ese rito previo.

E íbamos saliendo internamente de la Misa al mismo ritmo con el que el monaguillo los apagaba. Nos quedamos en el banco para ver cómo, con el apagavelas, se iban extinguiendo las llamas, hasta quedar encendida una sola: la del corazón de cada uno de los que estábamos allí. En España, en cambio, no se espera, para salir, ni a que el sacerdote haya abandonado el presbiterio.

No sé si sabes que André Frossard (1915-1995) se convirtió al catolicismo al contemplar un cirio. Sí, sí, como lo oyes. Me costó entenderlo. Ahora tal vez un poco, pero, no creas, muy poco. Frossard era periodista y político, socialista y ateo, hijo de uno de los fundadores del partido comunista francés. Estaba sin bautizar. Dios no existía para él ni siquiera como un leve pensamiento ocasional. Nada.

El 8 de julio de 1935 entró para matar el tiempo, a las cinco y diez de la tarde, en una iglesia, en la que se hallaba un amigo suyo que había ido para confesarse. Había unas monjas y poca gente. Tenían expuesto en una custodia al Santísimo Sacramento. A las cinco y doce minutos ya era católico, apostólico y romano.

¿Qué fue lo que sucedió? Esto: «Mi mirada pasa de la sombra a la luz, vuelve a la concurrencia sin traer ningún pensamiento, va de los fieles a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar: luego, ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. No el primero, ni el tercero, el segundo. Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido». Creyó y fue bautizado en la Iglesia católica.

Lo cuenta en su libro “Dios existe. Yo me lo encontré”. Va ya por la vigésima octava edición en español. Te regalaré un ejemplar de los que tienen en la Librería diocesana de Oviedo. Te encantará. A Frossard, como a ti, la luz que lo iluminó no fue la de la vela, sino, desde la de la vela, la de la fe en Cristo, que ilumina al que se abre al esplendor de su verdad y de su amor. Decía Pascal que «Para quien quiere ver, hay luz suficiente; para quien no, siempre hay bastante oscuridad».

Ya hablaremos. Estoy seguro de que, después de leer esta carta que te dirijo a través del periódico, más de uno va a apagar las velas de altar de la iglesia, e incluso las de su propio hogar, con un poco más de atención, cuidado y reverencia. Y puede que con apagavelas. O con los dedos índice y pulgar. Me fijaré y te lo diré.

Un saludo con el afecto de siempre.

Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 9 de julio de 2023, p. 24

Nota: Al apagavelas se le da también el nombre de «silenciador de velas». Suena más poético, aunque no sé si el verbo «silenciar» puede tener una connotación que no resulte, para alguien, amable.

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