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lunes, 19 de junio de 2023

La fe del Nobel. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Al fin, uno. Premio Nobel de Física 2022. Es austriaco. Al fin un físico que le espeta al periodista, que, si no le pregunta si cree en Dios, revienta: «Sí, creo. ¿Por qué no creer?»

El entrevistado es Anton Zeilinger, quien ha estado estos días en Valencia formando parte de un jurado que había de otorgar un premio. Pues sí, cree en Dios. ¿Por qué no creer en Dios?

En un diario español se publican habitualmente, en la contraportada, unas entrevistas a personajes distintos, en las que no falta nunca la pregunta de si el sujeto cree en Dios.

Quienes responden afirmativamente lo hacen con un simple “sí”. Quienes responden con un “no” sienten que deben decir alguna cosilla más que lo explique. Y si pueden añadir algo que ofenda a los que creen, mejor.

Y no se dan cuenta de que lo que realmente están haciendo es cargarse la entrevista, porque las explicaciones que ofrecen, para dar razón de su ateísmo, agnosticismo o arreligiosidad, carecen por completo de interés.

Suelen hacerlo tan mal, que logran estropear ese momento de gloria que se les brinda desde una página de un periódico. Y el lector acaba por adoptar una postura. Ésta: que sigan leyéndolo, si quieren, los de su familia.

Además, el placer que se experimenta al dejar de comprar un periódico, o pasar página, o cambiar de cadena de radio o de canal de televisión, cuando alguien desea molestarte a través de ellos, es de los que no constituye pecado.

Hubo en cierta ocasión, fuera de España, un debate entre un creyente y un no creyente. El no creyente es un físico que goza de mucha fama por sus dotes para lo que hoy se conoce por “divulgación científica”. O sea, de esos que se pasan la vida en platós y escenarios en vez de estar dejándose las pestañas encima de la mesa de estudio y en el laboratorio.

Se trataba de poner en común aquello en lo que un creyente y un no creyente convergen. Pues al científico no se le ocurrió otra cosa que comenzar leyendo un manifiesto de por qué él es ateo, dejando perplejo al auditorio y haciendo pasar un mal rato a los organizadores.

Quiso desmarcarse maleducadamente de su interlocutor, ya desde el principio, sin venir a cuento. Todo el mundo sabía que estaba allí por ser ateo. Había sido invitado precisamente por eso.

Hizo el ridículo de tal manera, que ahora ya no se lo ve como un pedagogo que contribuye a hacer asequible a la gente lo más intrincado de la investigación científica, sino un mentecato que carece de sindéresis.

Y por aquí es por donde se empieza a cuestionar el resto: a ver si no va a ser tan listo como él se cree y sus palmeros sostienen. Porque se puede regresar de todas partes, menos del ridículo.

Por cierto, la reacción del interlocutor creyente fue de tal altura en cuanto a categoría humana, que logró encender, con su actitud y su discurso, una luz en la penumbra de la necedad.

Nuestro Premio Nobel, Zeilinger, en cambio, es de los que no entiende eso de que los científicos han de ser, por principio, individuos sin fe. ¿Qué tendrá que ver lo uno con lo otro?

Y lo dice él, que es un fenómeno en física cuántica, la del futuro, y que sabe cómo teletransportar fotones de luz entrelazados a kilómetros de distancia, abriendo así la vía a un universo nuevo de conocimientos útiles y de aplicaciones prácticas.

Anton Zeilinger, de madre protestante y padre católico, fue educado en el catolicismo y confiesa abiertamente su fe en Dios. Para que la Academia Sueca le diera el premio Nobel, con lo anticatólica y antirromana que es, ya tiene que ser bueno en su campo de investigación y experimentación.

«Sí, creo. ¿Por qué no creer? El célebre Isaac Newton publicó libros sobre muchos temas, pero escribió mucho más sobre religión que sobre física. Era una persona muy religiosa», le responde Zeilinger al periodista, que no deja de volver al tema de la fe. Tal vez porque no sabe hacia dónde tirar en lo del cuantismo.

En resumen, de las intervenciones de Anton Zeilinger, en ámbitos distintos, sobre esta materia, sobre la metodología en la observación y sobre la naturaleza de nuestro conocimiento, llego a la conclusión de que la epistemología de la fe y la científica comparten un único y mismo subsuelo humano, padecen idénticas dudas e incertidumbres y se abren igualmente maravilladas a infinitas posibilidades escatológicas, y que, al final, en ambos casos, te está esperando Dios.

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