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lunes, 8 de mayo de 2023

Sprezzatura. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Cristina Campo (1923-1977), sobrenombre literario de Vittoria Guerrini, habría cumplido hace unos días cien años. Se dice que fue la “Simone Weil italiana”, pues Cristina no sólo la admiró desde el mismo instante en que supo de ella por referencias del poeta Mario Luzi (1914-2005), sino porque compartió con la escritora francesa la misma ansia de Absoluto.

De Simone Weil (1909-1943), de la que tradujo algunos escritos al italiano, aprendió a dirigir su mirada sobre el mundo y a fijar su atención en la realidad, a la que solamente se puede percibir en su verdad cuando se tienen las propias raíces firmemente hincadas en el cielo. En una entrevista televisiva, Cristina declaró: «Creo poquísimo en lo visible; creo más en lo invisible y es quizás lo que más me interesa».

Cristina Campo nació en el seno de una familia culta, en la que fue iniciada muy pronto en la música, la lectura y el conocimiento de lenguas vivas y muertas. Sobre ese sustrato creció su aprecio por el oído, órgano, según ella, superior al de la visión, pues permite escuchar la voz interior, gustar de la música y de la palabra, y expresarse con belleza, armonía y una íntima y cautivadora sonoridad.

Dado que padecía una dolencia cardiaca, que fue la que le produjo la muerte en 1977, pasó, ya desde la infancia, mucho tiempo en casa, llevando una vida cuasi anacorética, en la que creció, maduró y comenzó a desarrollar su genialidad filosófica y literaria. Cuando se encontraba con un conocido le preguntaba: «¿Sobre qué está fundada tu vida hoy? Quiero decir: ¿Qué estás leyendo?»

En España no es, me parece, muy conocida, aunque fue amiga de María Zambrano (1904-1991) y de algún otro escritor de nuestro país. Tal vez no se le dio el reconocimiento que merece porque, por su amor a la liturgia latina y al gregoriano, se pronunció en contra de algunas de las reformas en la liturgia que se acometieron en la Iglesia después del Concilio Vaticano II. A Cristina se la tiene por inspiradora de la asociación “Una Voce”, fundada para salvaguardar la liturgia latino-gregoriana.

Amaba tanto la liturgia y el canto gregoriano que, en Roma, se fue a vivir al Aventino, para estar cerca del Anselmianum, monasterio y colegio internacional de los monjes benedictinos. Y la fascinaba la liturgia bizantina. Consideraba que lo trascendente es nuestra última defensa frente a una modernidad que intenta aplastar todo cuanto no se asemeje a ella. Una modernidad que no concede atención a la belleza. De ahí el que sostuviese que la liturgia es el arquetipo hacia el que la música y la poesía tienden en su búsqueda de la perfección.

A través de una conversación con una amiga mía, durante la cual salió a relucir el concepto “sprezzatura” en Cristina Campo, entré en contacto con la obra literaria de la escritora italiana. Mi idea hasta entonces de “sprezzatura” era la de Baltasar Castiglione (1478-1529), es decir, la de actuar de tal manera que la ejecución de lo más arduo o difícil se haga como dando la impresión de que es fácil y como si lo complicado fuera sencillo.

En Cristina Campo “sprezzatura” tiene que ver con la belleza, que es rebeldía frente a la imperfección y la fealdad del mundo, rebeldía frente a la falta de sentido en tantos sectores de la sociedad, anclados en estereotipos, rutinas y vaniloquios, que cortocircuitan el vínculo con todo lo que sea trascendente. En esta situación, la belleza es la que posibilita el hallazgo personal de una consoladora certeza: el mundo no está abandonado a sí mismo y condenado irremediablemente al absurdo.

“Sprezzatura” es, pues, el resultado de esa experiencia y la actitud vital que se adopta cuando se descubre que existe un orden que se eleva por encima de las vicisitudes diarias, de la fealdad, de la carencia de sentido, y que cualesquiera que sean las bajezas mundanas que intenten atraernos hacia ellas y tumbarnos en el marojo de su nimiedad no son ni significan nada.

Sin embargo, eso no acaecerá si no nos mantenemos en un espíritu de renuncia, de distanciamiento respecto a los bienes terrenales, indiferentes ante la muerte y reverentes hacia la realidad superior e invisible que se manifiesta en las formas visibles. Y será en la búsqueda de la belleza como nos edificaremos a nosotros mismos, nos liberaremos de la estandarización y ¡quién sabe! tal vez lleguemos a ser como aquel que, condenado a morir en la guillotina cuando la rebelión de los bóxers en China (1899-1901), mientras le llegaba el turno para ser decapitado, aguardaba su hora en la fila leyendo tranquilamente un libro.

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