(Boletín Covadonga/ Infocatólica)
Entonces no tengo más que decir ─concluyó Celeborn─. Pero no desprecies las tradiciones que nos llegan de antaño; ocurre a menudo que las viejas guardan en la memoria cosas que los sabios de otro tiempo necesitaban saber.
Así respondió Celeborn, el gran señor de los Galadrim en Lorien, al orgulloso capitán de Gondor, Boromir, cuando éste achacaba a cuentos de viejas, adecuados para niños las advertencias de no perderse en el bosque de Fangorn. Y como al personaje de Tolkien, le ocurre también a nuestro mundo moderno: válido y potente en muchos aspectos, pero demasiado orgulloso para reconocer una grandeza anterior a la suya, gracias a la cual, como enanos en hombros de gigantes, puede haber llegado a ver un poco más lejos.
Uno de los padres de la Modernidad, Inmanuel Kant, comienza su ensayo ¿Qué es la Ilustración? Diciendo:
La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! he aquí el lema de la ilustración.
Y en sus conocidas líneas explicará cómo el hombre, al fin, ha salido de su minoría de edad, despojándose de las cadenas de la vieja civilización, para llegar al cenit de su ser. La oscuridad en la que había vivido hasta ahora la humanidad ha sido iluminada por los nuevos caminos abiertos por la razón, capaz de apartarnos de las sendas ya trilladas de la historia y que han quedado obsoletas. Una de las aplicaciones prácticas que el propio Kant pone sobre la mesa es si es legítimo a un clérigo someter su razón, mediante juramento, a las doctrinas inalterables que debe enseñar como ministro religioso. Aunque este planteamiento requiere aclarar qué entiende Kant de cada noción (fe, razón, libertad...), la huella divulgativa que produjo su corriente iluminista fue convencer a toda la humanidad de que hasta entonces ha vivido en la noche, en las meras sombras de la realidad. Ahora, sin embargo, debe zafarse de las redes que la atan y que impiden la verdadera luz, así como ese clérigo debe comprender que es un atentado terriblemente inmoral contra la misma humanidad pretender configurar la mente y comprometer la voluntad con unas doctrinas que no pueden cambiar. Ese inmovilismo pétreo lo mantiene esclavo, dentro de la caverna. La Ilustración ha venido para sacarnos a ver la realidad y poder llegar al verdadero conocimiento.
Hoy surcamos la posmodernidad, llegando poco a poco a la culminación de ese despojo de un viejo orden y una vieja sabiduría, afectando profundamente al mismo ser más básico del hombre. Las conquistas más adelantadas ya consideran que no hay propiamente hombre, sino que debe incluso autodeterminarse en su propia naturaleza para definirse de una u otra manera. El expolio es tal, que ya ni se reconoce uno de los elementos más evidentes en la naturaleza, como es la diferencia sexual. Con todo, estas locuras que denuncia el mero sentido común no son revoluciones ex nihilo, ni su aceptación viene de una demencia que súbitamente se ha apoderado de las masas. Es parte de un proceso de ingeniería social, dirigido especialmente a los más jóvenes, pero que no tiene como único objetivo ofrecer una nueva doctrina, un nuevo análisis del ser humano, una nueva consideración más plena y avanzada del hombre. Gran parte de sus fuerzas, antes de inyectar en las conciencias una ideología antinatural ─que de una u otra manera repite los mismos erorres de siempre─, ha sido la expropiación ─nunca mejor dicho─ del propio hombre, es decir, el saqueo y la detonación de todo un orden de sabiduría, social, político, cultural, antropológico, que se fue estructurando a lo largo de los siglos como desarrollo natural del propio hombre. Quizá nadie como el gran Rafael Gambra expresó esto en su obra El Silencio de Dios, al analizar las consecuencias de la doble revolución posmoderna del nuevo (des)orden político después de la Segunda Guerra Mundial y del nuevo (des)orden religioso posconciliar:
Podríamos describir este efecto psicológio como una pérdida general de la noción de lo que nos es propio, de aquello que nos pertenece y a la vez nos cobija y nos alberga en el plano superior al de la vida individual; la pérdida igualmente del espíritu de defenderlo, y del sentido de conservación y de lealtad que le son concomitantes. Cabría también describirlo como un estado de delicuescencia intelectual y emocional en el que desaparece el sentido de los límites y de la continuidad, de lo que es estable e intangible por constituir el cuadro ─o más bien el suelo mismo─ de nuestra existencia humana. Consecuencia de tal actitud mental es la espontánea entrega de cuanto el hombre posee como patrimonio común de su cultura a eso que hoy se llama «el viento de la Historia». O ─lo que es igual─ la aceptación de antemano de cualquier cambio ideológico o estructural como exigencia de una evolución incontenible. Esto nos permite ver hoy cómo ciertas figuras del magisterio seglar o religioso de nuestro ambiente atemperan rápidamente su opinión a las corrientes de la época, se apresuran a desentenderse de lo que afirmaron en un pasado cercano, hacen blanco lo que ayer era negro, y todo ello sin conciencia alguna de deslealtad o de incoherencia.
Cuando el suelo mismo de la existencia humana ha sucumbido, no hay manera de sostenerse. A la gran parte de la población le ocurre esto. Dejando de lado a los gerifaltes del nuevo orden mundial, el grueso de los pueblos no alberga maldad torcida en sus corazones ni intenciones viles en sus acciones. Simple y sencillamente no tienen suelo, les han despojado de lo que les es propio. No saben de donde proceden ni lo que son realmente, por haber cortado el cauce de la tradición. Y entonces no pueden sino someterse, amando su propia esclavitud, al nuevo hombre que se presenta como legítimo arquetipo: Ecce Antihomo.
Tal vez por ignorar todo lo anterior, muchos se sorprenden y sufren terriblemente al contemplar impotentes a sus pequeños, a sus hijos y nietos, a esta juventud loca, como dicen en los pueblos. Han sido educados con buenas intenciones, en disciplina de trabajo, en una sustancial honradez respecto a sus propios deberes. Han sido llevados a catequesis, han recibido los sacramentos. En cambio, no se les ha proporcionado el entorno verdaderamente natural para su crecimiento y desarrollo. No han conocido y ni vivido con suficiente pureza el orden natural y cristiano. Sin pretenderlo ellos mismos, por ignorancia, han despreciado la sabiduría de lo viejo, el cuadro acorde a la naturaleza humana, y están quasi folium universi, o, dicho de otra manera, son paja que arrebata el viento, como reza el primero de los salmos. No hay arraigo, no hay raíz, están edificados sobre arena, porque han sido desprendidos de la Ciudad católica, la cual no ha sido reproducida en sus familias, en sus amistades, en sus referentes, en sus ambientes... En definitiva, no han conocido la obra de la fe en la historia. Una obra que no es la sustancia de la fe, sino que tiene carácter accidental. Pero son precisamente los accidentes, en buena filosofía, los que manifiestan y permiten al hombre conocer la sustancia.
Aquello que escribió Adam Smith, padre de la economía moderna, puede ser extendido a todos los órdenes, no sólo el económico:
En los países comerciales, […] los descendientes de la misma familia, al no tener motivos para permanecer juntos, se separan y dispersan naturalmente, según lo sugiera el interés o las inclinaciones. Pronto dejan de ser importantes unos para otros, y en pocas generaciones no sólo pierden toda preocupación mutua, sino toda memoria de su origen común y de la conexión que se entabló entre sus antepasados.
No es sencillo sobrevivir en la ciudad antinatural y anticatólica que grita: ¡Traditio delenda est! Es la tarea del Príncipe de este Mundo. Aun así, tenemos la obligación de permanecer firmes y de ser los vigías en esta noche que atravesamos. Declarar la luz, la verdadera, la del viejo orden y llevarla y plantarla allá donde podamos. Muchos están descorazonados por la revolución global a la que asistimos. Otros, insensatos, forman parte del optimismo antropológico propio de la Modernidad, sumándose a sus filas. Pero la tarea del centinela es otra. Como dice aquella anciana Lulú Thiberville, representante de la sabiduría de lo viejo, en la gran novela de Natalia Sanmartín El Despertar de la Señorita Prim:
─Porque, en el fondo, siempre es lo mismo, ¿sabe? Siempre se trata de lo mismo. Son viejos errores gigantescos que emergen una y otra vez de las profundidades, como astutos monstruos al acecho. Si una pudiera sentarse junto a la ventana y ver transcurrir la historia humana, ¿sabe usted lo que vería? (...) Yo se lo diré. Vería una inmensa cadena de errores repetidos a través de los siglos, eso es lo que vería. Los contemplaría adornados con distintos ropajes, ocultos tras diversas caretas, camuflados bajo una multitud de disfraces, siempre los mismos. No, no es fácil darse cuenta, por supuesto que no lo es. Hay que estar muy despierto y tener los ojos bien abiertos para detectar esas viejas y malignas amenazas que regresan una y otra vez. ¿Cree usted que desvarío? No, querida. Usted no puede verlo, la mayoría de las personas ya no son capaces de verlo. Pero está oscureciendo y yo siento caer la noche. Esos pobres niños, ¿qué cree que están recibiendo en las escuelas? (...)
─ Supongo que conocimientos. (...)
─ Se equivoca. Lo que reciben es sofismo, pestilente y podrido sofismo. Los sofistas han tomado las escuelas y trabajan por su causa.
─ ¿No es usted algo pesimista? (...)
La anciana la contempló en silencio.
─ ¿Pesimista? En absoluto, querida mía. ¿Pero qué ha de hacer un centinela sino dar aviso de lo que observa? No hay centinelas pesimistas u optimistas, Prudencia. Hay centinelas despiertos y centinelas dormidos.
Acaso la diferencia de nuestra época no esté en los errores de siempre, sino en haber sido despojados de aquello que los enfrentaba: la sabiduría de lo viejo.
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