Atrás quedaron los incendios que semanas atrás nos asolaron. La chamusquina queda patente en nuestros bosques y campos, en las casas y ermitas que quedaron arrasadas. Pero especialmente en el fondo de tristeza que se imprimió en los ojos de cuantos veían arder su pasado, dejando incierto y difícil el futuro mientras el presente quedaba en el entredicho de no saber qué hacer.
Un incendio arroja siempre el pánico y el miedo. Las llamas se hacen indómitas y esquivas cuando deciden devorar sin compasión todo lo que encuentran a su paso. Nuestros excelentes y heroicos bomberos, tantas veces con recursos insuficientes que ponen en riesgo sus vidas, así como los generosos voluntarios que también se arremangan para inventarse mangueras improvisadas mientras, como saben y pueden echan una mano, todos ellos han sido testigos de esa debacle. No en vano el fuego es sinónimo también del castigo fatal cuando se quiere infligir una pena ejemplar, decretando la hoguera impía al disidente. Más aún, el eterno castigo se llama “infierno”, como una tortura irredenta e irredimible para quienes han cometido un pecado de mortalidad inmensa.
Si, además, esas llamas no son fruto de un accidente natural con la chispa de un rayo, sino más bien como consecuencia de una calculada opción de destruir campos, incendiar bosques, a pesar de poner en riesgo máximo la vida de las personas, la destrucción de sus haciendas, sus casas, y las ermitas o iglesias que cobijaban sus esperanzas, entonces hablamos de una tragedia añadida por tener la firma malvada de quien así se las toma tan a despecho, ofendiendo a Dios y maldiciendo de este modo a los hermanos. No es fácil entenderlo. No se entiende, de hecho. Es incomprensible tanta maldad cuando viene provocada por las acciones humanas, que se constituyen en jueces de la vida para disponer de la misma en aras de sus intereses vengativos y rencorosos, o de dudosos objetivos de unas presuntas ganancias empobreciendo tan cruelmente a los otros.
Pero, más allá de la tragedia en sí misma, la vida sigue adelante. Hay que beberse las lágrimas que tan dolorosamente se vierten, hay que levantarse de nuevo en tamaña postración que nos ha dejado tan tocados y hundidos, y lograr reponerse con Dios y ayuda (sí, con los dos). Porque los incendios, ya sean naturales o ya sean provocados, arrasan de cruel manera todo un pasado: archivos y bibliotecas, enseres y aperos, campos y casas, todo cuanto representaba el diario paisaje de una vida cotidiana tejida de escenarios, de recuerdos, de patrimonio heredado, cuidado y trabajado. Todo eso sucumbe irremediable en el fragor de unas llamas que reducen a cenizas tantas cosas justas y necesarias.
En ese pasado ceniciento, estaba en ciernes nuestro presente, porque éste consiste en el recorrido actualizado hoy de todo ese ayer que nos preside en el recuerdo y en el agradecimiento. No hay manera de desvincular estos dos momentos: el pretérito de nuestras herencias y el presente de nuestro patrimonio, y cuando son alcanzados por las llamas traicioneras, nos dejan pobres de la noche a la mañana. Pero hay algo que las llamas no podrán nunca alcanzar. Se trata del futuro que se dibuja humilde por delante. Porque atrás quedan nuestros llantos y nuestra pena, pero la esperanza es lo que queda pendiente de nuestro esfuerzo ilusionado, acompañado y sostenido por el Dios de la esperanza que hace nuevas todas las cosas, y por las personas buenas que Él ha puesto a nuestro lado para ayudarnos de mil modos al deseado recomienzo. Poco a poco se irán superando los soponcios, se irán restañando las precariedades, se irán redimiendo tantos sofocos, pero con Dios y ayuda (sí, con los dos), se hará sitio la esperanza que nos permita de nuevo trabajar y soñar.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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