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jueves, 9 de marzo de 2023

Sobre los Pastores y el Laicado. Por Monseñor Adolfo González Montes

(Infocatólica) La falta de suficientes vocaciones sacerdotales viene dando lugar a diversas propuestas de solución, unas parecen más acertadas que otras, evaluación que es posible hacer teniendo en cuenta la sociología del problema y el contexto cultural y religioso en el que se produce la caída de las vocaciones. Aun cuando esto es así, no dejan de manifestarse opiniones poco argumentadas, y también propuestas que parece no tienen en cuenta la experiencia que nos proporciona la historia de la Iglesia. Entre estas últimas está la propuesta de incorporar al laicado a la cura pastoral hasta donde los laicos pueden prestar esta ayuda como colaboradores del ministerio ordenado. Está bien que haya colaboradores laicos del ministerio pastoral, es legítimo y deseable, y una forma de participar en la común responsabilidad de la acción evangelizadora y pastoral, e incluso cooperar al gobierno de las comunidades cristianas. Laicos colaboradores los ha habido siempre, el compromiso apostólico del laicado y su participación en la vida de la Iglesia no comienza con las declaraciones por un modo de proceder más sinodal en la Iglesia.

Colaboración con el ministerio pastoral. Hace décadas que los laicos tienen una participación muy provechosa en la vida de las comunidades parroquiales y su presencia en los organismos diocesanos es estimable. Esta colaboración pastoral es resultado de la participación ordinaria de los laicos en la vida de la Iglesia. En algunos casos con el respaldo institucional, al acceder los laicos a los llamados ministerios laicales, hasta el Vaticano II conocidos como «órdenes menores», a las que sólo accedían los candidatos al ministerio sacerdotal. Desde su reforma por san Pablo VI (1972), el lectorado y el acolitado, se han podido conceder a los laicos. El papa Francisco agregaba a estos dos ministerios el nuevo de catequista (2021). La concesión a los laicos de estos ministerios ha ayudado a normalizar una colaboración que los laicos, hombres y mujeres, pueden prestar al ministerio pastoral, pero la insistencia en la necesaria participación del laicado en servicios de acción pastoral también es hoy una consecuencia de la carencia de vocaciones sacerdotales suficientes y del estado de necesidad que reclama esta ayuda.

Conviene, por ello, hacer algunas reflexiones sobre la colaboración de los laicos con el ministerio pastoral. Se sostiene que la colaboración pastoral de los laicos hace más sinodal la vida de la Iglesia. No diremos que no, pero no es prudente cerrar los ojos ante la carencia de vocaciones sacerdotales y tranquilizar la conciencia apelando a la labor pastoral de los laicos. No se ha de malentender qué es la sinodalidad, que no es hacer todos lo mismo en la Iglesia, sino lo que a cada uno le corresponde. Los ministerios laicales no son un paliativo de las vocaciones ni tampoco un placebo para una enfermedad como la carencia de vocaciones. Los ministerios laicales tienen su propia identidad ministerial y laical, por eso quienes los ejercen no sustituyen a nadie.

Sinodalidad y comunión eclesial. La sinodalidad es una característica de la Iglesia, pero no se ha de entender como una de las cuatro notas de la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica conforme a la confesión de fe en el misterio de gracia confiado a la Iglesia, divinamente instituida por Cristo. La fe no obliga a ampliar las cuatro notas añadiendo, por ejemplo, que la Iglesia es además romana y sinodal. La Iglesia es romana, porque es petrina y el sucesor de Pedro es el obispo de Roma, que preside a las Iglesias en la caridad, según la expresión de san Ignacio de Antioquía; es decir, porque sus miembros se aúnan en Cristo mediante el ministerio universal de comunión confiado a Pedro. El Vaticano II define este ministerio como «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles» (Const. sobre la Iglesia Lumen gentium [LG], n. 23). La Iglesia es asimismo sinodal, porque en su modo y manera de hacer, el ministerio ordenado es colegial, y el cuerpo de la Iglesia está compuesto de miembros recíprocamente referidos unos a los otros, y aunados en la Cabeza que los gobierna que es Cristo, de suerte que «muchos son los miembros más uno el cuerpo» (1Cor 12,20). La sinodalidad de la Iglesia emerge del carácter o condición orgánica del cuerpo eclesial, que es comunión en Cristo y como tal tiene un proceder sincrónico, un aunado modo de proceder en la acción, lo que se significa en la imagen evocada por el concepto de sinodalidad, que literalmente significa «caminar juntos».

Merece la pena traer aquí la definición teológica autorizada: «La sinodalidad, en este contexto eclesiológico, índice la específica forma de vivir y obrar (modus vivendi et operandi) de la Iglesia pueblo de Dios, que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en participar activamente de todos sus miembros en su misión evangelizadora» (Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida de la Iglesia, 2 marzo 2018, n. 6). De acuerdo con esta precisa definición, sin negar la colaboración de los laicos con el ministerio pastoral, no conviene pasar por alto que este proceder aúna la acción de todos los miembros de la Iglesia en la evangelización, y los laicos tienen su ubicación propia en la empresa evangelizadora de la Iglesia. Por ello, los laicos no afrontan su cometido en la evangelización si dejan de poner al servicio de Cristo y de su Iglesia aquello para lo cual cuentan con ellos en razón de su identidad y lugar en el cuerpo místico del Señor.

El «caminar juntos» es expresión que evoca la marcha histórica de la Iglesia peregrina como pueblo de Dios hacia la meta trascendente del reino de Dios; y la imagen evocadora de la común inspiración y vida sobrenatural de los bautizados es la casa, el edificio o templo del Espíritu Santo, como observa san Pablo: «Porque en un solo Espíritu hemos sido bautizados… y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Cor 12,13). Del mismo modo, la imagen que mejor evoca el carácter orgánico de la acción común de los que caminan en ella es que la Iglesia sea cuerpo de Cristo, cuya armonía resulta de la múltiple y orgánica diversidad de funciones de sus miembros. La sinodalidad, por tanto, no puede servir para homologar funciones diversas de clérigos y laicos, de religiosos y seglares. La diversidad de funciones se fundamenta en el designio de Dios para su Iglesia, en orden a la salvación del mundo. La voluntad divina no es arbitraria, sino orientada a la vida plena del cuerpo, porque «si todo fuera un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?» (1Cor 12,19).

Cometido propio del laicado y del ministerio pastoral. Volviendo a la dificultad de las vocaciones, podemos preguntarnos por qué resistirse a la realidad de las cosas y enmascarar su contundente persistencia. Es más que evidente que la drástica disminución de las vocaciones al sacerdocio ha creado una grave situación para la Iglesia, de la que no salir apelando al compromiso pastoral del laicado, porque pastoral viene de «pastor», no viene de «laico». El debate se plantea mal limitando la pregunta a qué pueden o no pueden hacer los laicos, y mucho menos responder que los laicos lo pueden hacer casi todo, y que incluso lo que no pueden hacer de ordinario se lo puede dar quien tiene el poder de delegarlo. Los que así responden, ¿no ceden a la subjetiva opinión de que así promueven una Iglesia más sinodal y menos clerical? Parece que sí, porque respuestas de este género no tienen en cuenta la diferencia entre los estados y ministerios que son estructurales en el organismo corporativo de la Iglesia, y como tales en recíproca referencia de unos a los otros. Con ello transfieren el fundamento teológico del ministerio ordenado a las actuaciones del laicado, atribuyendo al bautismo lo que confiere el sacramento orden; y lo que es peor, distrayendo al laicado de su misión más propia y específica en la Iglesia.

Excluir el poder como móvil de la reivindicación del laicado. Lo que no puede aceptarse es el planteamiento del problema en términos de poder, soslayando la solución verdadera en términos de servicio. Sólo este último planteamiento busca siempre el bien común espiritual de la Iglesia, conforme a la multiplicidad de dones y carismas que el Espíritu otorga a la Iglesia. Plantear el acceso de la mujer al sacerdocio como reivindicación feminista y medio de acceso al poder de decisión en la Iglesia, condicionando incluso el ejercicio del ministerio episcopal, como parece pretenderlo el camino sinodal alemán, desvía el objetivo de la promoción de la mujer en la Iglesia. El episcopado tiene el cometido de salvaguardar el depósito de la fe que los apóstoles entregaron a sus sucesores, pues de los apóstoles «los obispos junto con sus colaboradores los presbíteros y diáconos recibieron el ministerio de la comunidad» (LG, n. 20). Ningún otro ministerio o carisma puede sustituir a los pastores en el ejercicio de este ministerio, que es lo que sucedería si la comunidad pretendiera limitar o equilibrar el gobierno de la Iglesia por los obispos mediante un consejo de laicos. Hacerlo para democratizar el gobierno de la Iglesia sería modificar sustancialmente la naturaleza apostólica de la Iglesia y desviar la comunión eclesial hacia un mero equilibrio de poderes como solución a los antagonismos que tensan la vida de la Iglesia.

Contar con los laicos para cubrir la carencia de sacerdotes es una salida en falso de la crisis, porque los laicos participan en la vida de la Iglesia con pleno derecho, enraizados en el bautismo y la confirmación, pero no están sacramentalmente habilitados para ejercer la función pastoral que corresponde a los pastores, porque no es su vocación ni su cometido. Por lo demás, cuando es necesario el sacramento del orden, la missio canonica no puede paliar la ausencia del sacramento. Es perderse en el laberinto de los equívocos apelar a las excepciones que se pueden aducir en la historia de la Iglesia, en general anomalías si no desviaciones y situaciones nada recomendables. La incorporación del laicado al gobierno de la Iglesia tiene su propio recorrido y, por eso mismo, sus límites, sin forzar su clericalización y cubrirla con apariencia de progreso en sinodalidad y alejamiento de una Iglesia que se considera dominada por el poder del clero. Separar la jurisdicción del orden sacramental es retroceder y no avanzar por la senda conciliar del Vaticano II. Lo han puesto de relieve teólogos preocupados por la confusión que se puede generar, pero razonablemente atentos a las enseñanzas logradas del último concilio. No es la missio pontificia que concreta el ejercicio del ministerio episcopal la que los hace obispos y miembros del Colegio episcopal, sino la recepción válida de la consagración episcopal, mediante la cual «se recibe la plenitud del sacramento del orden» (LG, n. 21) y la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio (LG, n. 22). Del mismo modo tampoco los obispos eméritos dejan de ser obispos ni dejan de pertenecer al Colegio, una vez liberados de la potestad jurisdiccional que los vinculaba a una Iglesia particular o a un cometido específico confiado por la autoridad suprema de la Iglesia.

Corresponsabilidad de todos los bautizados. La renovación de la Iglesia pasa por una acertada potenciación de la corresponsabilidad del todos los bautizados, compartiendo la misión evangelizadora que Cristo ha confiado a la Iglesia. Ahora bien, no es uniforme la participación en la misión, porque se realiza en la diversidad con la que el Espíritu enriquece la comunión en Cristo que, según el designio del Padre, reparte los dones y carismas y es autor de los ministerios (cf. Ef 12,4-11). La evangelización de la sociedad actual, profundamente secularizada, tiene en el testimonio y acción propia de los laicos un instrumento del Espíritu que es necesario subrayar siguiendo las enseñanzas del Vaticano II sobre su cometido más específico: «Lo laicos tienen como vocación propia buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (LG, n. 31). Es más importante contar con laicos en la evangelización de la vida familiar y social, el mundo del trabajo, en el parlamento nacional, en las bellas artes y la innovación tecnológica, en las comunicaciones y las ciencias… que contar con delegados episcopales laicos al frente de acciones pastorales que mejor y con más propiedad corresponden al ministerio ordenado, creyendo con ello que con el solo nombramiento para el cargo la Iglesia diocesana ya se ha renovado y hecho más participativa. Como es más importante catequizar que aceptar la opinión pública como criterio de renovación eclesial, apelando a las encuestas sociológicas sobre cómo gobernar la Iglesia e invitando a los que están fuera de ella a opinar, supuestamente para mejor servirles, aunque ignoren en qué les puede hacer bien el Evangelio que desconocen.

El clericalismo se distingue por la pretensión del clero de condicionar la autonomía de las realidades temporales y el gobierno de la sociedad civil, hipotecando la libertad de los laicos en aquello les más propio. El clericalismo coloniza la conciencia y hace imposible la valoración moral de las acciones, porque reprime la libertad personal de los laicos a la hora de tomar decisiones respetando las «leyes y valores» propias de las realidades temporales (Const. pastoral Gaudium et spes, n. 36). Lo que no significa que esas realidades no estén referidas a Dios y no hayan de ser tratadas a la luz de la revelación, que los pastores han de ayudar al laicado a descubrir. De ahí que no sea cuestión menor la falta de formación del laicado en la doctrina social de la Iglesia.

¿No ayudaría a los obispos a lograr una mejor distribución del clero dedicar a los sacerdotes a la acción pastoral, retirándolos de tareas que pueden hacer laicos preparados? Es muy atendible el parecer de quienes reclaman una pastoral de las vocaciones sacerdotales que responda a las dificultades presentes y no trate de edulcorar la realidad, o sencillamente ignorarla. Se trata de proponer el ministerio sacerdotal a los adolescentes y jóvenes que todavía hay en parroquias, movimientos y realidades diversas de la vida de la Iglesia, sin cansancio y sin disfraz, con las exigencias que la vida sacerdotal lleva consigo, en humilde seguimiento de Cristo. Se trata de acompasar la labor suplicando al mismo tiempo de la misericordia de Dios las vocaciones que Cristo quiso para su Iglesia para ser medio e instrumento de salvación.

 Adolfo González Montes
Obispo emérito de Almería

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