Retomamos de nuevo estas conferencias cuaresmales, para hacer una propuesta reflexiva sobre cuestiones que nos interesan para ayudarnos a crecer en nuestra vivencia de la fe, a dialogar sin claudicar de nuestras certezas con quienes piensan diferente, a testimoniar nuestro modo de ver las cosas como cristianos. No son estas conferencias unas meditaciones piadosas, que siempre pueden venirnos bien en este tiempo de cuaresma, sino una ocasión para pensar en nuestra identidad como católicos precisamente en medio de una sociedad que se ha alejado de la fe cristiana de tantos modos. Al menos, quienes queremos vivir según el Evangelio y la tradición de la Iglesia, debemos ayudarnos unos a otros para saber dar razón de nuestra esperanza y fundamentar sólidamente nuestras certezas. Esto explica bien el título que he querido dar a esta conferencia cuaresmal de 2023: «Ser cristiano en una sociedad neopagana. La batalla cultural», es decir, cómo hacer para ser fieles cristianos cuando el paisaje social y cultural no siempre es partidario. Esta es la batalla cultural que nos pide serena fidelidad y audacia.
1. Como quien se asoma a un pasado diferente
Comienzo con un apunte viajero cuando tengo todavía la maleta de vuelta sin colocar del todo. Acabo de regresar de un breve viaje que he realizado con un grupo de asturianos de la Orden Franciscana Seglar: Roma y Asís. Nos hemos asomado a una ventana de siglos donde hemos podido contemplar el paso del tiempo que ha ido dejando su huella en tantos vestigios de cultura. Algunos de esos restos estaban antes de la llegada del cristianismo, otros se fueron ofreciendo desde el talento y la sensibilidad propia de los que eran cristianos. En cualquier caso, como siempre que realizamos un viaje a culturas de otras épocas a la nuestra, hemos visto edificios, obras de arte, diseño de calles y plazuelas, en donde hay una firma imborrable de gentes de otros tiempos y de otros lares. La razón de este viaje ha sido explícitamente la peregrinación a dos lugares significativos de la historia cristiana. La Roma imperial que vio llegar a los primeros apóstoles, con Pedro y Pablo a la cabeza, donde entregarían su vida como mártires. Pero luego todo lo que el nuevo Pueblo de Dios ha ido escribiendo allí, a la sombra de un imperio decadente que terminó devorándose y destruyéndose a sí mismo, como siempre sucede con el mundo de las ideologías pretenciosas que prometen lo que saben que no darán jamás, y buscan lo que nunca declaran en los deseos de sus mercancías.
En esas cenizas, irá emergiendo la alternativa cristiana. Los discípulos del Maestro de Galilea no llegaron para arrasar y conquistar, sino para ser la levadura en medio de una masa informe y deformada. Gustave Bardy, patrólogo francés, estudió la conversión al cristianismo en los primeros siglos, y tiene una manera provocativa de explicar ese fenómeno: los cristianos fueron alternativa desde el espectáculo de la santidad. Quiere decir que en medio de tanta barbarie, había personas que exhibían sin ninguna pretensión una vida razonable, y frente a la fealdad de todos los despropósitos, ellos se dejaban notar por una belleza sencilla y amable. Y cuando la maldad aguzaba todas las perversiones, entonces entraba la bondad desarmada como un modo distinto de mirar las cosas y de vivirlas. Hay, por tanto, una santidad que se aviene con la belleza, con la bondad, con la razón.
De esa Roma cristiana saldrán poetas, pensadores, juristas, artistas varios, y también familias enteras que cuidaban sus valores, sus relaciones, sin forzar antinaturalmente lo que por su misma confusión contradecía la naturaleza. Porque lo que se hace contra natura, la natura pasa siempre la factura, y termina por destruirnos cuando nos empeñamos en vivir como no fuimos pensados, ni esperados, ni deseados, ni acompañados por Quien nos hizo. Valía la pena asomarnos a siglos de presencia cristiana en la vieja y eterna Roma, aún en medio de las contradicciones y pecados que han podido cometer también las distintas generaciones cristianas. Pero nos quedamos con lo positivo que nos ayuda a dar gracias y a tomar lección: la bondad del corazón, la belleza en la mirada, la razón de nuestra esperanza.
Y de ahí, nos fuimos a Asís. San Francisco y Santa Clara son una página de ese cristianismo vivido con una fuerza capaz de generar la admiración más tierna y verdadera. Son el evangelio hecho biografía. Pasear las callejuelas y plazuelas de esa ciudad medieval, adentrarse en los lugares donde acontecieron palabras y gestos de estos dos santos y los hermanos que los siguieron, era zambullirse en una historia de santidad que no nos resultaba extraña a nosotros, asturianos del siglo XXI que seguimos buscando a Dios dejándonos encontrar por Él para ser sus testigos en medio de nuestra generación. La paz y el bien, nos entró por todos los poros de nuestra vida: por los ojos que se asoman, los oídos que escuchan, los latidos que palpitan, para hacer sitio en el corazón a lo que en la cuaresma siempre nos propone la Iglesia: convertirnos, cambiar, volver a empezar, aventurarnos en las sorpresas de ese Dios que jamás aburre y que diciéndonos y mostrándonos lo mismo, jamás se repite. Volvemos a casa con la alegría del testimonio que dos ciudades cristianas nos han acercado para encender la esperanza y hacer sólida nuestra ilusión que nace de la fe y se expresa en la caridad de tantos modos.
Contrasta el testimonio ancestral de siglos donde se ha vivido una cultura cristiana, con ese intento que no es fortuito ni inocente de des erradicar violentamente todo indicio que pueda recordar lo que los cristianos han hecho con el paso de los años.
2. El cambio de paradigma: la secularización de la sociedad
Es una continua pretensión entre quienes nos perdonan la vida a diario: que los cristianos podemos existir, pero sólo un rato y, especialmente, sólo en un ámbito. Marcando así las fronteras de nuestro tiempo y nuestro espacio, nos vuelven a perdonar que existamos. El tiempo de la brevedad para que no arraigue lo que decimos. Y el espacio casi privado que nos reduce a la clandestinidad. Que no se note, que no trascienda, que no influya, que no juzgue, que no proponga. Hacer del acontecimiento cristiano una especie de reserva india para los turistas del arte ancestral y de la historia pasada, pero no una presencia viva que tiene la capacidad de decir cosas, juzgar situaciones, proponer alternativas, construir la ciudad. Y todo desde una única perspectiva: la que se deriva del Evangelio y de la tradición cristiana. No tenemos más siglas que estas, ni militamos como cristianos en ningún partido que sea confesional. Esta es nuestra postura, nuestra cosmovisión, nuestra manera de ser y de estar dentro de un mundo y una sociedad plurales como tales en esta coyuntura de la historia.
Los estados pueden ser aconfesionales, pero las personas somos creyentes. Y todos tenemos una relación con Dios: para confesarlo con la fe cristiana o para censurarlo desde la ideología laicista. En este sentido no hay creyentes y ateos, sino creyentes e idólatras, es decir, creyentes en el verdadero Dios o idólatras de los dioses falsos. Por este motivo la memoria cristiana será siempre subversiva para quienes tienen una idea totalitaria y excluyente de la vida: de la familia que confunden y destruyen, de la vida que manipulan y siegan en cualquiera de sus tres tramos (naciente, creciente y menguante), de la libertad que ellos utilizan para pervertirla con leyes liberticidas.
En este contexto cultural donde libramos hoy una batalla sin parangón, también aquí tiene lugar en esta tierra que sabe de batallas varias y de reconquistas diversas y que las ha sabido librar desde su identidad cristiana. Efectivamente, en Covadonga nace un pueblo con clara denominación de origen, celoso de su forma de ver las cosas, que no se amilana cuando hay que reconquistar con nobleza lo que nos invade hurtándonos nuestro terruño patrio, lo que se nos usurpa empobreciéndonos negándonos los valores irrenunciables, lo que se nos diluye imponiéndonos creencias tan intrusas e ideologías tan ajenas que terminan vaciándonos de lo que somos. Hoy la reconquista pasa por otras lizas, y son otros los retos que nos desafían. Son también diferentes los turbantes de antaño ante las cosas que hogaño nos turban preocupantemente cuando la vida en todas sus fases, la familia y su tutela, la educación intervenida o la libertad cercenada, se malvenden en una almoneda trucada y abaratada con tanta prisa.
No quisiéramos ser conquistados por nadie, y queremos dialogar con todos como repite el Papa Francisco, pero desde una cultura del encuentro que no traicione ni disuelva la propia identidad, ofreciendo en la vida pública nuestra perspectiva cristiana, lo que se nos dio como herencia cultural y moral, eso que la Iglesia custodia, defiende, celebra y anuncia con apasionada pasión y creativa fidelidad.
Hay quienes miran la historia con los tres tiempos verbales completamente pervertidos en su relato: el pasado se mira con resentimiento, para reescribirlo diciendo que sucedió lo que a ellos les hubiera gustado, exhibiendo una honestidad demasiado deudora de sus flagrantes mentiras; el presente se construye desde el engaño de quien impunemente se contradice sin ningún rubor, diciendo digo donde dijeron diego, para sacar tajada de cualquier complicidad vendiéndose al mejor postor en sus torticeras patrañas usando de la insidia que enfrenta y divide un pueblo; y el futuro, se prepara desde la impostura excluyente de todo y de todos los que nos sean de los suyos, controlando el pensamiento, el sentimiento y la libertad, persiguiendo una educación que no coincida con su ideología.
3. España no católica y España de misión
Cuando abordamos la cuestión de las raíces cristianas de Europa y la civilización del amor, nos planteamos la pregunta de profundo calado y nada retórica sobre si Europa ha dejado de ser cristiana: hubo un tiempo en que hablar de Europa era hablar de la civilización cristiana con todas sus matrices culturales, religiosas, morales, jurídicas, artísticas, etc. Y documentando la realidad del paisaje cultural y religioso europeo de nuestros días (facturando el período de la segunda parte del siglo XX hasta hoy), podemos decir que estamos en esa situación no equidistante entre dos afirmaciones. La primera afirmación nos lleva al ya lejano 14 de Octubre de 1931, cuando Manuel Azaña, Ministro de la Guerra en la I República, afirmaba en la Cámara de Diputados lo siguiente: «me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español» . Y la segunda afirmación se refiere a un libro de Henri Godin que se hizo célebre por la inflexión que suponía en la trayectoria de un país cristiano europeo: La France, pays de mission? , y cuyo sólo título llegó a escandalizar a no pocos cristianos que seguían pensando en el mensaje de la Iglesia desde unas claves medievales como si no hubieran acontecido la Revolución francesa y su desmontaje ilustrado.
Tenemos estos dos interrogantes: Europa ¿ha dejado de ser cristiana o es un territorio de misión? Habría que plantear la pregunta no de modo adversativo, sino secuencial, es decir: porque ha dejado de ser cristiana, se ha convertido en tierra de misión. Hace unos años el filósofo Jaime Nuviola, profesor en la Universidad de Navarra, haciendo una rápida visión a lo que ha supuesto el siglo XX decía que «la civilización bélica ha dominado Occidente durante buena parte de la modernidad y culminó en los 55 millones de muertos de la segunda Guerra Mundial, a las que siguieron las víctimas del gulag soviético y de la llamada “guerra fría”. Fue Pablo VI el primero que comenzó a hablar de una civilización del amor que restañara las heridas de tanta violencia y reemplazara al modelo desgastado de la civilización bélica (…) El 5 de octubre de 1995 con ocasión del cincuenta aniversario de las Naciones Unidas el papa filósofo (Juan Pablo II) proclamaba valientemente en Nueva York que el alma de la civilización del amor es la cultura de la libertad, que “la respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad”. Estas palabras grandes y hermosas tienen la capacidad de propiciar un cambio de actitud, un cambio de mentalidad en la vida personal y en el seno de la sociedad: “el cambio cultural deseado -explicaba Juan Pablo II- exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas -a nivel personal, familiar, social e internacional- la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas”» .
4. La herida de la secularización
Podríamos pensar que la secularización sería algo que afecta únicamente a Dios como inmediato destinatario de una exclusión por parte del hombre, pero en realidad prescindir del elemento transcendente, del misterio, supone mutilar una dimensión constitutiva del ser humano, lo cual influye en el modo de mirar y construir el mundo. La secularización tiene una consecuencia antropológica, histórica, y no solamente teológica. No obstante, debemos diferenciar el significado de tres términos: secularismo, secularización y secularidad son tres conceptos que tienen una misma matriz semántica (saeculum, siglo, mundo), pero indican cosas bien diferentes. Conviene señalar cómo el secularismo es la censura indebida de lo sagrado, la secularización es el proceso que a ello conduce, y la secularidad es la justa autonomía de las cosas temporales. A la hora de comprender una sociedad debería evitarse tanto la censura como el abuso en aquellos factores que la constituyen: así, ni caer en una sociedad sacralizada en donde no se posibilita la autonomía de lo temporal, ni tampoco caer en una sociedad secularizada en donde se asfixia la expresión y el cauce tanto privado como público de las cosas sagradas, porque podemos dar bandazos extraños y excluyentes de ir desde un “nacionalcatolicismo” a un “laicismo rampante”. Tenemos ejemplos no tan lejanos ni en el tiempo ni en el mapa, donde hay ayuntamientos que se empeñan en solucionar los problemas reales de la gente, marcando el paso con su cofradía laicista excluyente. Es tan patético como inútil, y responde a un prejuicio alicorto de quien se calienta en frío para inyectar en los problemas de un municipio su veneno ideológico que responde al rencor empoderado y a la pretensión ignorante.
No obstante, cuando levantamos acta de cómo nos encontramos en la actualidad desde una perspectiva cultural y social, vemos que el proceso secularizador ha ido mellando el paisaje de este viejo continente que tiene inequívocas raíces cristianas. Esto significa que no nos encontramos únicamente con la tarea de seguir nutriendo y madurando nuestro pueblo creyente, sino la de preguntarnos misioneramente qué hacer ante un pueblo en el que ha quedado tan profundamente herido el sujeto cristiano.
Hay un camino abierto de parte de Dios hacia el hombre, que viene a encauzar los mil caminos que el hombre ha querido abrir en su acceso al mundo divino. Esta es la afirmación humilde y audaz del cristianismo: la mutua apertura de Dios y del hombre se encuentran en lo que llamamos revelación. No se trata de una palabra sórdida que Dios pronuncia para nadie, ni tampoco un silencio mudo que el hombre quiere desentrañar, sino el encuentro cabal de esa palabra gratuita de Dios que viene al encuentro del silencio mendicante del hombre .
Sin embargo, ese fluido discurrir ha podido ser interrumpido extrañamente. De hecho, el cristianismo ha dejado de ser un referente único e identificativo en nuestra civilización occidental. Casi no nos habíamos percatado de que el paisaje cultural y religioso que habíamos vivido durante siglos en la sociedad de Occidente y durante tantas décadas de nuestra biografía personal, estaba pacíficamente zambullida en eso que podríamos llamar “cultura cristiana”. Éramos un pueblo cristiano, y como cristianos vivíamos todas las cosas: las más hermosas, nobles y resultonas, como también nuestras debilidades, trampas y preocupaciones. Podría parecer que este dato dado era algo incuestionado e incuestionable, y que teníamos una convivencia sin sobresaltos entre las exigencias de nuestra fe, y los avatares de nuestra fatiga cotidiana.
Como bien se ha dicho, estamos ante un paisaje que se puede calificar como neopagano imponiéndonos un post-cristianismo . El hecho de que nos preguntemos sobre la realidad que conlleva eso de ser cristiano en medio de una sociedad que ha dejado de serlo, nos impone una constatación que indica un cambio notable de escenario como hemos indicado más arriba: nuestra sociedad se ha secularizado, y más aún, sigue en curso su proceso de secularización , con todo un proceso más o menos estratégicamente diseñado por intereses políticos, culturales y mediáticos que sigue empujando hacia el nihilismo y el relativismo lo que ha sido y es el cristianismo en la cultura contemporánea .
Podemos señalar cómo ha habido una tendencia desmontadora del cristianismo cultural (no sólo del cristianismo teológico y confesional), que partiendo de los postulados de Auguste Compte, Ludwig Feuerbach y Friedrich Nietzsche, se ha dado una deriva hacia todas las consecuencias de este último abocando a un «nihilismo revestido de debilidad, sin asomo de tragedia; nihilismo desencantado, al que el ideal del superhombre no le apetece nada» . Tanto es así que alguien tan poco sospechoso hacia la benevolencia ante la secularidad como es Jürgen Moltmann, ha dicho que «jamás ha habido en las sociedades ricas de este mundo tanta desorientación, resignación y cinismo, tanto autoaborrecimiento» .
De hecho, son fácilmente reseñables los puntos que nos permiten identificar los escollos de conflicto que se generan hacia el cristianismo en general y hacia la Iglesia Católica en particular, dentro de una sociedad secularizada. Porque no estamos ante una neutralidad respetuosa, en la que todos tienen su derecho y su verdad, y a todos se les posibilita la vivencia íntima y la expresión pública de sus ideas y creencias, sino que se da una inevitable toma de postura, que termina siendo reductora para aquellos a quienes se juzga adversarios o enemigos.
Este es el ambiente o el ámbito, en el que la identidad cristiana trata de seguir alzando su voz, muchas veces en nombre de los que no tienen voz, para acercar una visión de la vida, del hombre y de Dios, que aporte originalmente una cosmovisión de las cosas dentro de un mundo plural, multicultural y multirreligioso. Es la audacia y la urgencia del cristiano como testigo de esa doble apertura de Dios hacia el hombre y de éste hacia Dios.
El poeta inglés Th. Eliot hizo una descripción vigorosa y provocativa: «parece que ha pasado algo que no había pasado nunca: aunque no sabemos bien cuándo, ni por qué, ni cómo, ni dónde. Los hombres han dejado a Dios no por otros dioses, dicen, sino por ningún dios; y eso no había ocurrido nunca, que los hombres a la vez negasen a los dioses y adorasen a dioses, profesando primero la Razón, y luego el Dinero, y el Poder...
La Iglesia renegada, la torre derribada, las campanas volcadas, ¿qué tenemos que hacer sino estar parados con las manos vacías y las palmas hacia arriba en una edad que avanza progresivamente hacia atrás? ¿Ha fallado la Iglesia a la humanidad, o la humanidad ha gallado a la Iglesia? Cuando a la Iglesia ni se la considera ya, ni se oponen siquiera a ella, y los hombres han olvidado a todos los dioses excepto la Usura, la Lujuria y el Poder» .
Estos tres dioses de los que habla Eliot nos los encontramos en tantos poros de la piel social de nuestro mundo actual. La cultura hedonista, nihilista, relativista fomenta y exalta la entronización de estos tres dioses del dinero, el sexo y el poder. Bastaría asomarse a las aspiraciones de tantos, tantísimos de nuestros contemporáneos, a los círculos culturales que frecuentan, los programas televisivos que les hipnotizan, o las elecciones políticas que jalean y aplauden, para ver cómo ha arraigado esta idolatrización de la vida reduciéndola a esos tres fetiches o amuletos del dinero-sexo-poder. Y estos dioses falsos que desplazan al verdadero Dios, supone una anulación del hombre y una irreconocible construcción del mundo y de la historia.
5. Los núcleos desmontadores para la deconstrucción cristiana
Podemos simplemente enumerar una serie de objetivos en los que quienes de modo beligerante quieren erradicar la presencia cristiana de nuestra sociedad, se han fijado como diana a la que dirigir su mirilla del fusil “Kaláshnikov”:
a) Jugar a ser como Dios. Es la vieja tentación del ser humano, la más antigua pretensión desde que en el relato del Génesis apareció como atractivo aquel árbol de la ciencia del bien y del mal. El engaño estaba servido: si comemos de esa fruta prohibida seremos iguales a Dios. No sucedió así, como bien demuestra la historia, sino que ellos dos dejaron de ser hijos, aunque Dios no permitió que fueran huérfanos. Pero el intento de ponerse en el lugar inadecuado expulsando a Dios de nuestros pobres paraísos, hace las cuentas con los que el gran teólogo Henri de Lubac dijera el siglo pasado: que no es verdad que el hombre sea incapaz de hacer un mundo sin Dios, pues ya lo tiene, pero cuando lo consigue lo hace siempre contra el hombre.
b) La Iglesia señalada como obsoleta. Es preciso presentar a la Iglesia como una intrusa en el santuario de la modernidad y del progreso, como contraria a lo que hemos conseguido construir en la llamada sociedad del bienestar. Porque haciendo así, se pretende secuestrar la larga tradición cristiana rica en su patrimonio artístico y cultural, en su pensamiento filosófico y teológico, en su derecho de gentes, para ridiculizarla hasta el esperpento más ignorante. Se trata de arrebatar su autoridad moral que ha venido suplantada por arribistas inmorales.
c) La familia confundida hasta su destrucción. Es un objetivo claro para desmontar y debilitar la entera sociedad. Porque nuestra cultura cristiana ha tenido en la familia ese espacio de transmisión de la fe y de los valores católicos que han tejido nuestra trama social durante siglos. Cuando se ningunea a la familia aislándola, o llamando familia todo un elenco de convivencias dispares y extrañas, has conseguido vulnerar una sociedad haciéndola débil y manipulable.
d) La educación y sus derivadas. La educación no es una cuestión menor ni secundaria, sino que representa el modo con el que transmitimos a las generaciones más jóvenes el legado moral y cultural que hemos heredado como precioso patrimonio que nos identifica como cristianos en la sociedad, y nos permite aportar lo que originalmente podemos compartir para ayudar a construir la ciudad, la polis, el tramo de historia contemporánea que nos ha tocado vivir. Adueñarse de la educación es tratar de asegurarse a medio y largo plazo una generación manipulada al antojo del poder dominante.
e) La ideología de género y sus satélites. Está en el meollo de tantas leyes que quieren cercenar el proyecto inscrito en nuestra naturaleza, la ley natural, y que durante siglos hemos vivido serenamente aún en medio de nuestras contradicciones y pecados. Pero cuando la persona humana pierde su identidad, cuando se manipula y destruye esa ley natural, tenemos servida la más tóxica y dañina de las consecuencias, como vemos que algunas leyes en curso pretenden imponer con su trampa, sin ninguna demanda social y sin el debate sereno que debería observarse por parte de quienes tienen algo que decir.
f) La vida y sus condenas arbitrarias. Lo hemos visto con ocasión de la ley del aborto, con la eutanasia, con la del “sí es sí”, con la trans, con la animal… Es tal el despropósito y tales las consecuencias, que sólo esto merecería una conferencia para indicar la deriva destructora e inhumana que se pretende introducir con el amparo de una política y judicatura al servicio de estas leyes.
6. Una coda final: la acusación de pedofilia hacia la Iglesia
Quiero añadir una coda final sobre lo que está suponiendo un ariete contra la credibilidad de la Iglesia. Lo decía el gran sociólogo Zigmund Bauman en una descripción precisa y real de nuestro momento: la sociedad es líquida. Es así: ha perdido el fundamento que la hacía sólida ante los avatares que nos zarandean. El mismo Jesús lo dijo en una de sus célebres parábolas: la casa que se edifica sobre roca podrá ser sacudida por los vientos, las lluvias y huracanes, pero permanecerá en pie al tener el fundamento firme. La que se construye sobre arena, caerá con cuatro gotas o una imprevista brisa. Estamos así viendo cómo se establecen cortinas de humo por parte de las gobernanzas de nuestro país, a fin de distraer y focalizar una atención que despierta el encono por los temas que se jalean, que arrojan confusión por la amalgama de sus mentiras, que señalan cabezas de turco para organizar el pim-pam-pum con quienes ensañarse hasta su ridiculización y censura. A veces, más que cortinas de humo son verdaderas nieblas persistentes que ocultan la verdad, que insidian perversamente, que calumnian y zahieren a sabiendas para desgastar o intentar destruir a quien señalan como adversario cultural o enemigo político.
La Iglesia Católica se ha visto últimamente envuelta en este laberinto por parte de algunos mandamases y sus terminales mediáticos. Ha habido una consigna que ha señalado a los cristianos como diana: la Iglesia roba y ha de devolver lo que indebidamente se ha apropiado, y la Iglesia abusa de los niños y personas vulnerables. Estos son los dos mensajes que por doquier se han divulgado por tierra, mar y aire, sabiendo que jurídicamente (mientras dure el Estado de Derecho) no tendrán ningún recorrido fehaciente, pero que supondrán una erosión que se intentará que sea perdurable.
La pedofilia es un crimen inmenso, perpetrado con la más sucia alevosía, de la que Jesús dijo que más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y tirarse al mar a quien hiciera daño a los más pequeños. Pero la pedofilia es un crimen, un delito y un pecado que es de la entera sociedad cuando ha perdido su horizonte moral, el aprecio por la verdad, el respeto ante lo más sagrado como es la vida y la familia, y las virtudes morales de la justicia. También la Iglesia tiene miembros que han cometido ese pecado, y por ello hemos puesto en marcha espacios y recursos humanos para la acogida de esas denuncias, para la prevención que eviten estos terribles abusos. Si hubiera habido alguien que hubiera ocultado, o protegido a quien los cometía, tiene una complicidad por la que tendrá que pagar ante Dios y ante la sociedad. Pero la pedofilia no es un pecado o delito cristiano en general y clerical en particular, sino que lo es de toda la sociedad. De hecho, estudios estadísticos independientes señalan el perfil de los victimarios vinculados al ámbito familiar y círculos amistosos, al educativo, al de tiempo libre y deportivo, y también al eclesial. Donde hay menores, existe el riesgo de perpetrar estos crímenes. Pero lo que representa esta triste desgracia y horrendo crimen realizados por clérigos, es el 0’2%. Un porcentaje que no consuela cuando tenemos delante a una persona desprotegida e inocente que es abusada por quien debería ser precisamente garantía de defensa moral y de confianza. Sobre él hemos pedido perdón, hemos puesto en marcha los medios para la prevención y el debido acompañamiento de las víctimas, y la consecuente aplicación de la ley civil y eclesiástica para quien delinque. Por eso sorprende el interés de un parlamento que se centra en este porcentaje e ignora el 99’8% restante.
Si la pedofilia es una lacra terrible de nuestra sociedad contemporánea, de la que también la Iglesia forma parte, pongamos los medios y los remedios para sanarla y erradicarla. La pornografía tan fácilmente asequible, la educación ideologizada por el género, la hipocresía cínica de la inmoralidad o amoralidad en tantos casos, hacen de campo de cultivo para que se sigan cometiendo estas tragedias deleznables.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
27 marzo de 2023
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