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sábado, 7 de enero de 2023

Homilía Funeral de Benedicto XVI

Hay estrellas que se apagan al llegar el ocaso de su titilar prestado. Pero hay estrellas que siguen brillando en el firmamento de la historia porque tienen luz propia aunque les haya sido donada. Estrellas que fueron cauce y no eclipse de la Luz con mayúsculas. En la ya larga historia cristiana, tenemos constelaciones de personas sabias y santas, que nos han guiado en los entresijos de la vida, en los vericuetos donde la confusión de las ideas, las cañadas oscuras y la mediocridad empoderada, nos hacían difícil distinguir lo que vale la pena de lo que es una filfa, lo que es transparentemente bello frente a lo que es maquillaje postizo, lo que es bondadoso ante lo que es postureo fingido. Entonces emergen los grandes, que suelen ser al mismo tiempo sencillos, dando el alto testimonio de la verdad, la bondad y la belleza que apasionadamente han buscado, encontrado y vivido. Por eso son estrellas que siguen iluminando las sendas de los hermanos que continuamos peregrinando hasta la meta bendita que ellos ya alcanzaron.

Es una manera de hacer memoria de Joseph Ratzinger, nuestro querido papa Benedicto XVI. La coyuntura de su vida es un florilegio de dones y talentos, que junto a sus límites humanos, sirvieron para hacer de él un inmenso regalo del cielo, como en estos días reconocemos quienes hemos vivido la muerte y la despedida de alguien inolvidable. Ahí quedan las palabras de su testamento espiritual, donde la gratitud precisa y el perdón concreto, hacen de estrofas de una larga biografía tan llena de bien, de paz y de sabiduría.

Hemos tenido ese gesto humilde y conmovedor del adiós a una persona querida. Tanto en Roma como en casi todas las diócesis del mundo, nos hemos reunido los cristianos como esta mañana aquí en la catedral de Oviedo, para despedir con fe y esperanza a un papa tan querido como Benedicto XVI. No porque hayamos repetido este rito tantas veces, deja de ser único cuando la esquela no es anónima ni un desconocido el que sepultamos. Parece que se estrena el dolor humano en el trance inédito de asomarnos al misterio de la muerte no una vez más, sino esa vez que representa nuevamente la primera vez y que se te impone con todo su rigor como si fuera la última. La muerte tiene ese rostro fiero que pone a prueba las razones de tu esperanza.

Si este es el sentimiento humano, desde una perspectiva creyente no se ahorran las lágrimas, aunque el llanto jamás sea desesperación ante el vacío mudo y solitario de la nada. Creemos que hay una vida eterna que no acaba, y nos resulta insuficiente infinitamente la simple vida longeva y larga. Es lo que también para nuestro papa Benedicto XVI ha sucedido. Lo veíamos en la lenta comitiva de quienes portaban a hombros pausadamente su féretro desde la romana Plaza de San Pedro, hasta las grutas de la Basílica del Vaticano donde descansarán sus restos en el mismo habitáculo que sirvió de tumba a San Juan XXIII y a San Juan Pablo II. No parecen malos preámbulos de un iter deseable y por tantos deseado.

Fueron conmovedoras las últimas palabras que pronunció este inmenso pastor, Joseph Ratzinger, las últimas sobre la tierra como quien muestra su billete de entrada en el cielo del que fue peregrino y a cuyas puertas estaría el mismo Buen Pastor, Jesucristo: “Jesus, ich liebe Dich”, pronunció en su lengua materna alemana, “Jesús, yo te amo”. Así de sencillo, así de grande, así de bello y profundo. Como todo su magisterio docente cuando era profesor de primer rango, o como su magisterio episcopal en las distintas encomiendas pastorales y sedes, tanto en Múnich como luego en Roma.

Hemos tenido un papa santo y misionero como San Juan Pablo II, de quien Ratzinger fue estrecho colaborador y amigo. En él hemos tenido un papa sabio que será santo también cuando la Iglesia nos lo proponga. Pero su sabiduría es la que hemos escuchado en la primera lectura de esta misa: «la vida de los justos está en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz. Aunque la gente pensaba que cumplían una pena, su esperanza estaba llena de inmortalidad. Sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes bienes, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de él» (Sab. 3, 1-5). Este es el destino de quienes han vivido sus días con esa entrega sin doblez ni mentira, sino dejando que Dios pusiera en sus labios la verdad anunciada y con sus manos repartiera la bondad y la alegría.

Todos los que realmente han querido recordar la talla humana y moral de Joseph Ratzinger en su larga vida, han venido a coincidir en ese perfil que sólo tienen los grandes: la bondad que nos hace bondadosos al mirarlos a pesar de la maldad que nos rodea, la verdad de quien coopera sin engaño con lo recto en medio de un mundo de tanta mentira, y la belleza de quien descubre en tantos rostros y rincones de la vida la hermosura escondida que vale la pena admirar.

La profunda preparación cultural, humanística y teológica de Ratzinger, será el talento que Dios regaló a la Iglesia contemporánea. Veníamos de un tiempo convulso tras crisis económicas e inolvidables guerras. La fractura que en Occidente se abría, amenazaba con romper la historia cuando estaba olvidando y traicionando sus raíces cristianas en Europa. Hacía falta un vigía que alertase del peligro señalando de nuevo la meta. Sin aspavientos catastrofistas ni amenazas provocadoras, con la lucidez de quien humildemente dialoga respetando al otro desde respeto supremo a la verdad y la vida.

No había una huida pietista o una apostasía blasfema, sino una búsqueda compartida con quien no censurase las preguntas esenciales como punto de partida. Sólo quien ama esas preguntas, reconoce la respuesta cuando llega, como decía R.M. Rilke. La pregunta siempre será lo que está sin resolver en el corazón y despierta la inteligencia de quien acierta a leer interiormente las cosas. Por eso Ratzinger como teólogo y pastor, no tuvo miedo a dialogar con la modernidad, con el mundo clásico, con la sabiduría bíblica y patrística, con los maestros medievales, con los santos de todos los tiempos, con los intelectuales contemporáneos, mostrando cómo la fe es razonable, la caridad se aviene con la verdad y la esperanza nos salva.

Gozó de una la calidad intelectual de un hombre de Iglesia: saber dialogar con todo lo que acontece. Dialogar significa tener un juicio sobre las cosas y entrar en lo que éstas tengan de verdad plena, de media verdad o de manifiesta mentira. Ni el servilismo de quien acríticamente se rinde, ni la beligerancia de quien todo lo maldice y contradice, sino la sabia y serena libertad de quien, sin renunciar con humildad a su posición razonable, sabe dialogar con todos los demás.

Por más que a Joseph Ratzinger le hayan colocado antes, en y después de su llegada al papado una serie de etiquetas despectivas con cargas ideológicas que trataban de ridiculizarle hasta la censura, su figura se acrecentaba más y más mientras nos daba con sencillez y audacia la palabra que nos debía anunciar en esta coyuntura histórica nuestra. Es quizás lo que más puede sorprender e irritar a sus declarados enemigos. Él no ha querido dar por supuesto las verdades verdaderas en una Europa de raíces cristianas que se han debilitado en extremo. Tampoco ha juzgado como inocente el proyecto cultural que desde un laicismo anticristiano se nos impone en tantos escenarios políticos y areópagos mediáticos. Esta fue su voz humilde y sólida que nos acercó a la verdad luminosa.

Porque sabemos que existen otros voceros que vociferan sus proyectos de civilizaciones aliadas, de educaciones domesticadoras en su sistema, del relativismo total en la feria del disparate sin un horizonte moral, ansiosos de legislar con prisa ideológica lo que está destruyendo vidas antropológicas y tradiciones culturales. De modo que como ha hecho a lo largo de su dilatada historia, la voz de la Iglesia seguirá contando a quien la quiera escuchar, aquella vieja y eterna historia de la belleza y la bondad con la que Dios soñó la suerte de sus hijos en la mañana primera, por más que en el tramo cotidiano de nuestro andar, las distintas generaciones no hayamos sido capaces de entender a Dios, de creerle y de adherirnos a cuanto Él nos dijo y nos mostró para nuestra felicidad. Esto es lo que encontramos en la entraña biográfica de Joseph Ratzinger, que en la guisa de Benedicto XVI expresó como pontífice su larga trayectoria humana, teológica y pastoral.

Y es esta la sabiduría que Jesús comunica compartiendo su secreto, como nos ha dicho el evangelio, mientras daba gracias al Padre Dios porque hay cosas que no las entienden los sabihondos ni los prepotentes, sino los sabios y los sencillos (Mt 11, 25-30). El papa Benedicto XVI nos testimonió de tantos modos esa sabiduría profunda, bella y sencilla. Por eso íbamos a escuchar sus palabras saliendo de sus enseñanza con la alegría en el rostro, las razones de nuestra fe y esperanza y el fuego en el corazón.

Hay dos textos muy importantes de Joseph Ratzinger que se me vienen como un regalo cada vez que los releo y saboreo con tanta gratitud. Me han permitido situarme en esta despedida de quien fue importante en mis estudios y luego en la docencia universitaria como teólogo, y en mis andanzas episcopales aprendiendo el modo y manera de ejercer el ministerio. No en vano me nombró obispo de Huesca y Jaca San Juan Pablo II, y luego fue Benedicto XVI quien me trajo a Asturias como arzobispo metropolitano imponiéndome este palio que llevo sobre mis hombros.

El primer texto lo pronunció como cardenal durante la homilía en el funeral de Juan Pablo II. Era la delicada despedida que había embargado a todo el Pueblo de Dios en la despedida del papa santo: «Ninguno de nosotros podrá olvidar como en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano y dio la bendición Urbi et Orbi por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén». Tras su preciosa y profunda homilía, llena de afecto y gratitud hacia Juan Pablo II, rendía su cariñoso adiós a quien pedía nos siguiera bendiciendo desde el cielo, como ahora hará también él.

¡Qué hermoso diálogo de dos amigos, de dos pastores, que ante el misterio de la muerte son capaces de mirarla de cara con la serena paz que nos regala la esperanza cristiana. Y si se recibió al papa Juan Pablo II como el huracán Wojtyla. Su sucesor fue otra cosa: una suave brisa. Había un común denominador: dejarse mover por el soplo del Espíritu en el momento en el que en cada tramo de la historia reciente escribía Dios. Cuando había que hacer hueco a un viento fuerte que removiera bastiones, Dios sopló con fuerza en el papa polaco. Cuando hubo que acoger suavemente la dulce brisa que pusiera paz abriendo horizontes de belleza y bondad, el Señor susurró su aliento en el papa alemán. Dos gigantes de la fe, que en su amistad cristiana y su complementariedad eclesial escribieron una página preciosa de la historia reciente del Pueblo de Dios. ¡Qué hermosa amistad entre dos pastores que supieron crear los puentes que la Iglesia necesitaba para acercarse el hombre contemporáneo con sus preguntas y heridas!

El segundo texto fue su primera homilía como Sucesor de Pedro. Nos dejaba entrever su programa papal. Sorprendió por su sencillez y nos conquistó por su honda y humilde espiritualidad: «En este momento no necesito presentar un programa de gobierno… Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia». Toda una declaración de intenciones.

Hay un último punto que quisiera resaltar en la celebración de esta Misa exequial por el Papa Benedicto XVI. En 2005, el entonces cardenal Ratzinger fue enviado por el Papa Juan Pablo II para presidir en la Catedral de Milán los funerales de Mons. Luigi Giussani, fundador del movimiento Comunión y Liberación. En una homilía inolvidable comenzó recordando a este gran sacerdote italiano educador de tantas generaciones de jóvenes: «Don Giussani creció en una casa pobre de pan, pero rica de música, y así desde un primer momento fue tocado, más aún, fue herido por el deseo de la belleza; no obstante no se contentaba con una belleza cualquiera, con una belleza banal: buscaba la Belleza misma, la Belleza infinita. Y así encontró a Cristo, verdadera belleza, el camino de la vida y de la verdadera alegría». Así de grande fue también su vida.

Parafraseando a Paul Claudel, podemos decir que la música, como la noche, se prestan a ser cómplices de Dios. Tanto es así, que hay una belleza que nos ha deja “heridos”, una herida que lejos de destruirnos nos convoca a la verdad bondadosa para la que hemos nacido. Así, la música nos hace un guiño que no es travieso ni banal, sino que nos viene a chistar para entrar en esa inefable belleza que es la que ensueña siempre nuestro corazón. Toda audición nos debe permitir no simplemente disfrutar de la buena música desde la estética, sino también intuir o reconocer el lenguaje que nos acerca un mensaje que tiene que ver con cuanto en el corazón nos palpita como exigencia humilde de felicidad, esa que coincide precisamente con cuanto Dios nos ofrece como último destino.

Así se entiende que en el primer concierto que le ofrecieron en Roma, siendo ya Papa, por parte de una orquesta de Stuttgart, dirá conmovido: «al echar una mirada hacia mi vida pasada, doy gracias a Dios porque puso a mi lado la música casi como una compañera de viaje, que siempre me ha dado consuelo y alegría. También doy las gracias a las personas que, desde los primeros años de mi infancia, me acercaron a esta fuente de inspiración y de serenidad. Doy las gracias a los que unen música y oración en la alabanza armoniosa de Dios y de sus obras: nos ayudan a glorificar al Creador y Redentor del mundo, que es obra maravillosa de sus manos. Y expreso el deseo de que la grandeza y la belleza de la música os den también a vosotros, queridos amigos, nueva y continua inspiración para construir un mundo de amor, de solidaridad y de paz».

Con ese entusiasmo acudimos también desde Asturias, para ofrecerle un concierto con nuestra OSPA. Puso como condición que fueran temas españoles o inspirados en España. Un trocito de España, un fragmento de Asturias, es lo que pudimos escuchar deleitados en esa hora sinfónica dentro de aquel inolvidable marco de la Sala Pablo VI, acompañando a tan ilustre y querido oyente de la buena música y tan padre ante las heridas humanas, como era Benedicto XVI.

El Papa dijo que el concierto, fue todo un viaje interior a lo que nos constituye como pueblo, a nuestro genio más genuino que se expresa también en la fogosidad o mesura de notas arrebatadas o de discretos silencios dentro del pentagrama de la vida. Porque fue ese el itinerario que el Papa nos quiso dibujar con sus palabras en torno a lo que llamó con asombro agradecido el “viaje interior”. Esa fue la letra que puso el Santo Padre al final del concierto cuando nos dirigió su palabra. Y fue hilvanando en una delicada filigrana lo que constituyó ese cuadro musical que dejaba escuchar el modo de ser hispano, la manera nuestra asturiana con la belleza de nuestra tierra y la nobleza de nuestra gente. La vida sabe de momentos gratos, juguetones donde los haya, pero también esa misma vida, de pronto se hace severa, tosca, poco llevadera, ante la impostura del dolor y los mil desafíos, que nos impone danzar en torno a los fuegos que nos abrasan. Nos lo cantaron en el concierto las músicas de Manuel de Falla, Isaac Albéniz, Richard Strauss, Nikolai Rimsky-Korsakov, pero nos lo contó la letra de la intervención el Papa que nos regaló como clave de escucha.

Estamos ofreciendo esta santa Misa por su eterno descanso. Ahora ha comenzado para él ese encuentro con aquel Jesús que tanto amó con todo su corazón, al que estudió con pasión y veneración, al que explicó como profesor brillante y profundo, al que predicó con belleza inolvidable, al que testimonió en tantos momentos pagando el alto precio que la fidelidad conlleva y contrae. Un encuentro que no defrauda con desencanto ni con trampa caduca. El cielo que Jesús nos prometió abre sus puertas a este anciano pescador que llega con sus viejas sandalias. La Virgen María, Pedro y todos los santos, a los que dedicó sus más hermosas catequesis, habrán salido a su encuentro.

Dejó escrito hace unos meses algo conmovedor situándose ante su encuentro con Dios: «tengo muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, y sin embargo me siento feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que padeció por mis deficiencias, y por eso, como juez, es también mi abogado… Ser cristiano me da la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte. A este respecto, recuerdo constantemente lo que dice Juan al principio del Apocalipsis: ve al Hijo del Hombre en toda su grandeza y cae a su pies como muerto. Pero el Señor, poniendo su mano derecha sobre él, le dice: “no temas: soy yo” (Apoc. 1, 12-17)».

Junto al papa Santo, que fue Juan Pablo II, ahora llega el papa Sabio. ¡Qué precioso legado nos regala Dios! Son los retazos de un gran hombre, un gran teólogo y un gran papa que nos arranca también el grito orante de los sencillos, de tantos jóvenes, que entonces se escuchaba respecto del papa polaco: santo subito!, santo pronto. Eso pedimos también nosotros para él, mientras agradecemos el precioso regalo de su vida y rezamos por su descanso eterno al Señor Resucitado y a María la dulce madre. Descanse en paz. Que interceda por nosotros.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

2 comentarios:

  1. Inolvidable homilìa, digna del personaje homenajeado, S.S. Benedicto XVI. Gracias, Monseñor Sanz Montes, no es la primera vez que sus palabras y sus escritos me llegan al alma y a la inteligencia. Dios se lo pague.

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  2. Extraordinario. ¡Qué modo de hacer justicia al gran papa Benedicto!

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