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lunes, 16 de enero de 2023

Homilía en el funeral de Enrique Álvarez Moro

No hemos hecho otra cosa que compartir nuestra sorpresa incrédula ante la noticia que fue corriendo de boca en boca, de mensaje en mensaje, mientras compartíamos la mala noticia no dando crédito, como si nuestra extrañeza herida y perpleja pudiera cambiar las cosas. Ayer aquí en la parroquia de San Martín de Turón es lo que tantos me decíais, expresando de tantos modos las condolencias, como hemos hecho con sus padres y hermanos, con tantos amigos y compañeros. Es inútil darle vueltas, por más que nuestro dolor por una pérdida como la de Don Enrique, nuestro querido Kike, nos ha sumido en ese pliegue de preguntas que nos dejan pobres, de dudas que nos zarandean, de lágrimas como humilde expresión de lo que no sabemos decir abrumados por la noticia. Lo he visto en vuestros rostros, lo veo en el mío cuando me asomo al espejo de mi intimidad quedándome también yo sin palabras.

No se trataba del desenlace final tras una larga enfermedad que minaba a una persona y que poco a poco nos iba preparando para aceptar y asumir el golpe último que siempre nos impone una muerte, sino del sobresalto fiero de un hecho con el que nadie contaba: ni su familia que le esperaba para comer, ni los compañeros sacerdotes que luego le veríamos en la misa funeral por José Manuel “el Peque”, ni la feligresía que le vio salir de Turón una vez más para no verle regresar jamás con vida tras el accidente de coche.

Son las rutinas que cada mañana nos adentran en una nueva jornada que todos damos por descontado. Así, al dar comienzo un nuevo día miramos la agenda de nuestros quehaceres como sacerdotes donde hemos anotado un sinfín de cosas: encuentros, viajes, reuniones, celebraciones, visitas… tantas cosas de esas que a diario llevamos adelante sin caer jamás en la osadía de anotar: a las 14’05 morirme de infarto o estrellarme en el coche. Esa anotación está escrita, pero sólo la conoce Dios que es quien lleva nuestra agenda verdadera que nunca nos comunica y que sólo conocemos cuando llega. Cada uno llevamos nuestra vida habiendo perdido en la práctica eso que el sentido cristiano ha dejado esculpido en nuestro lenguaje cuando nos referimos a lo que haremos esta tarde, o mañana, o dentro de un año: “si Dios quiere”, decimos, sin caer en la cuenta de la verdad que encierra esa expresión tan cristiana. Está indicado que la vida está en manos de Otro, que no la decidimos nosotros, ni nuestros títulos académicos, ni los logros redondos, ni las prisas ansiosas, ni las trampas y pecados. Sólo la decide Dios, con el que no siempre contamos dejándonos llevar por nuestros cálculos y medidas en un trozo de historia, la nuestra, que cabe solamente en lo que rodean nuestros brazos, otea nuestra mirada, recuerda selectivamente el ayer o sueña mirando nuestro incierto mañana.

En la primera lectura (Heb 4, 12-16) hemos escuchado cómo ante la palabra de Dios no hay secretos, y se asemeja a esa espada tajante que nos penetra hasta el alma, juzgando los deseos e intenciones del corazón. Todo es patente y descubierto ante los ojos de aquel ante el que deberemos rendir cuentas. Con ese realismo nos dice el autor de la carta a los Hebreos que ante el Señor no hay recoveco privado donde no tenga Él acceso, ni trampa con la que podamos maquillar nuestra realidad, ni cartón con el que ocultar la vergüenza que nos daña. Y, sin embargo, esto no nos sume en el temor ante un Dios huraño, fisgón, que como el gran gendarme estuviera esperando nuestro último desliz para reprocharnos y multarnos con la eterna condenación. Más bien nos empuja a una confianza filial que permite reconocer nuestra pequeñez, nuestra humilde condición tan vulnerable y tan fácil presa de nuestros diversos pecados. Pero es esa confianza filial la que nos permite volver a la casa en donde nos espera un Padre que cada día aguarda nuestro regreso para darnos el abrazo de su perdón.

Tantas veces Dios escoge caminos insospechados para venir a nuestro encuentro y para decirnos algo. Acaso, ante nuestras sorderas pertinaces y nuestras distracciones fugitivas, Él no insiste con su Palabra o su Presencia para hacernos ver lo que quiere decirnos, sino que escoge el silencio y la ausencia para venir a nuestro encuentro (cf. H.U. VON BALTHASAR, Teologik I, 134). Un silencio que nos deja mudos y una ausencia en la que parecemos huérfanos, como ahora nos encontramos nosotros ante un hecho tan incomprensible humanamente hablando. Pero si tenemos la confianza filial, a pesar de no entender lo que nos ha pasado con la muerte de un querido hijo, un hermano y amigo, de nuestro párroco y compañero de andanzas ministeriales, entonces nuestro corazón lleno de lágrimas se abre también a la esperanza que no defrauda ni nos miente.

Porque hay una santa rebeldía que nos grita en los adentros, esa que se hizo también grito y plegaria en el mismo Jesús cuando le llegó su implacable momento con el que abrió para siempre el callejón sin salida con el que nos acorrala la muerte. Una rebeldía que se hace rezo, poniendo así en nuestra mirada el consuelo de saber que por fuerte y duro que sea tener que escuchar esta palabra, ella no es la última que se escuchará sobre nuestra historia personal y comunitaria. Hay una palabra final que será de luz, de reencuentro, sin separarnos jamás de aquellos que en Dios gozaremos para siempre de su amor y su amistad, porque tendrán el sello que Cristo resucitado selló con nuestra eternidad.

Conocí a Kike siendo él seminarista a mi llegada como Arzobispo. Al año siguiente, 2011 le ordené sacerdote. Han sido 11 años de una estrecha relación llena de afecto y colaboración con su conocida disponibilidad. Las parroquias de la UP de Panes y las Peñamelleras, las de Teverga, sus estudios de patrología en Roma, y ahora en estas parroquias del valle de Turón. Su dirección del Instituto de teología San Juan Pablo II, la capellanía universitaria en Oviedo, y su implicación con realidades eclesiales como el movimiento de Schönstatt, los Cursillos de Cristiandad, Emaús, la Hospitalidad de enfermos de Lourdes, etc., nos acercan un perfil humano y sacerdotal que hace que nuestra pena tenga motivos por lo mucho que perdemos al llevárselo el Señor. Espero que nos siga acompañando, contando con alguien que ya ha llegado donde nosotros alcanzaremos algún día por la gracia de Dios.

El evangelio ha sido una ráfaga de consuelo: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24-26). En ese periodo complicado y extraño de la pandemia, Kike se las ingenió como tantos otros curas, para acercar a los hogares la palabra de Dios y la nostalgia de la Eucaristía, retransmitiendo las celebraciones que no pudimos tener en nuestras iglesias. Intenso como él era, preparaba la liturgia con toda la dignidad y belleza para las que tenía su conocido talento y piedad. Pero no sólo era la predicación, sino también el dar trigo, y acabada la retransmisión iba a hacer la compra y luego se ponía a cocinar para cuantos no pudieran salir al supermercado o hacer la comida. Un párroco que acercaba de tantos modos la caricia de Dios que se hacía anuncio de la Palabra y comida cocinada para los ancianos o enfermos. No todos entendieron este gesto, como con extrañeza preocupada me confió con un punto de dolor por la incomprensión que sufrió por parte de quienes menos debía. Kike se hizo así el grano de trigo que se daba a su gente, a la que el Señor en la Iglesia le confió.

Sabemos que era muy fácil querer a una persona tan amable. Suscitaba enseguida la corriente de afecto sano y verdadero. Es el testimonio más repetido en estos días por las personas que lo tratasteis y gozasteis en el encuentro cotidiano con él. Niños, jóvenes, adultos, ancianos. Todos encontraban en este corazón de cura la acogida de su calidad humana que todos reconocemos. No conozco a ningún cura que haya conseguido organizar una comida cada domingo, después de las misas, para compartir juntos de modo distendido lo que antes se ha celebrado con fe en la iglesia. Lo pude comprobar en mi última visita a Turón el pasado 30 de octubre: tras la misa, todos fuimos a comer al Hogar del pensionista, para alivio de las mamás y abuelas, y para alegría de toda la comunidad cristiana que así crecía fraternalmente. Así cada domingo.

Kike, era un hombre de profunda fe, con una espiritualidad cuidada en su relación con la Virgen María. Nada de su ministerio se pierde: ni sus bendiciones, ni los sacramentos con los que santificó a los hermanos, ni las predicaciones con las que enseñó a su pueblo, ni su diligente administración de los bienes y admirable gestión de las deudas que heredó, ni los mil gestos que hacen de él quién era ante la mirada del buen Dios y de nuestra Señora. Hace sólo unos meses mandó con discreción este mensaje que a mí tanto me ha conmovido: «La tierra me queda corta. Hoy le he pedido algo a Dios que nunca le había pedido. Que me lleve cerca de Él. Se lo dejo a su Corazón. Que haga lo que tenga que hacer. Lo anhelo para quedarme siempre en su regazo». Alguien que escribe esto, tiene su sitio en el cielo y desde allí nos acompañará a quienes seguimos peregrinando. Pienso en los compañeros curas: de qué hablamos, por qué sufrimos, en qué soñamos, qué hacemos… Ante un ejemplo como el de Kike, se abre un examen de conciencia sobre nuestro ministerio y nuestra entrega al pueblo de Dios que en su Iglesia nos ha confiado.

En esta nuestra andadura herida y dolorida por la separación de quien desearíamos seguir teniendo más cerca, se explica que nos juntemos, nos miremos, nos abracemos, sabiendo que el dolor no es suplido por nadie, ni podemos arrancarlo aunque queramos. Tan sólo ofrecer una humilde compañía respetuosa, acompañándonos en el sentimiento. Pero ni siquiera la nobleza de este gesto tan lleno de humanidad es bastante para los creyentes. Y de esto habla la liturgia exequial, que con inmensa delicadeza trata de respetar el dolor debido, abriéndonos a la esperanza que nos obtuvo Cristo con su Resurrección.

Pedimos hoy por el eterno descanso de Kike. En él se ha producido ya este encuentro con el Dios de la Vida. El Señor, como un padre bueno nos acogerá para contarnos en su regazo nuestra vida toda para que reconozcamos el exceso o el defecto en tantos lances de nuestra biografía, en donde sin duda no hemos estado a la altura de Dios, ni de nuestros prójimos, ni de nosotros mismos quizás. Pero la última palabra no le corresponderá a nuestra debilidad, a nuestra confusión o pecado, sino a su misericordia, porque en la prensa de Dios la sección de sucesos no tiene los titulares de las cosas trágicas, sino de las cosas salvadas, perdonadas y redimidas. Pero hasta que nos volvamos a encontrar para nunca más separarnos, mientras recorremos nuestro tramo asignado, caben los versos de nuestro poeta castellano donde se nos regala su creyente última voluntad:

“No, mundo, sábelo: no me resignaré jamás a tu amargura,
No dejaré que el llanto tenga sal,
Ni que al dolor le dejen la última palabra,
No aceptaré que la muerte sea muerte
O que un testamento sea un punto final.
Estad seguros de que mi corazón sigue latiendo,
Aunque esté más parado que una piedra,
Estad seguros de que aunque mi sangre esté ya fría,
Yo seguiré amando. Porque no sé otra cosa. Sólo por eso: porque no sé otra cosa” 
(J.L. Martín Descalzo. Testamento del pájaro solitario. Madrid 1991, 94).

Descanse en paz este querido hermano, este buen sacerdote. Y que nos veamos en el cielo.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
San Martín de Turón. 16 enero de 2023

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