Poco a poco nos hemos ido metiendo en el hondón del festejo para el que hemos iluminado calles y plazas, escaparates y casas, mientras poníamos árboles adornados y los tradicionales nacimientos. Es sincero y siempre esperado este momento en el que nos adentramos en la Navidad cada año. Lo necesitamos como un alto en el camino que nos permita asomarnos a un horizonte de bondad, de gracia y paz, en medio de tantos rincones públicos y secretos en donde lamentablemente campea demasiada maldad, pecados de toda ralea y violencias que nos enfrentan sin par. Pero hay un reducto de verdad en cada hombre que reclama superar lo que nos acorrala con tanta mentira y nos satura con tanta engañifa. Es la rebeldía más santa y veraz por la que nos atrevemos a esperar todavía.
En medio de aquella noche gélida, todos en Belén estaban a sus cosas. Había revuelo por lo del edicto del Emperador, y hubo que organizar viajes y la operación retorno, para ir a empadronarse cada cual a su lugar de nacimiento. Esa pequeña ciudad, donde siglos atrás había nacido el rey David, estaba a tope y no daban abasto en las posadas y los trasiegos de aquellos caminos incómodos y peligrosos en más de un momento. Pero en eso estaba la historia que tan discretamente Dios mismo escribía sin especial escenario, sin luces de neón ni guirlandas, sin turrones ni champán.
Era un rincón de nuestro mundo, un ángulo perdido de la historia humana, en donde iba a acontecer lo más importante que jamás haya sucedido, cuando Dios mismo decidió hacerse hombre naciendo de una joven doncella, prometida con el artesano del pueblo, diciendo sí a su maternidad virginal mientras en su entraña se hacía hueco quien aquella noche no tuvo lugar en las posadas. Los dimes y los diretes, las cuitas pendencieras y peleonas, las ofensas y rencores, las tristezas y desesperanzas, todo cuanto deslizaba negrura en el firmamento de las personas cuando la pobreza, la enfermedad, la soledad y la falta de sentido, imponía callejones que no tenían salida.
Pero de pronto... se introduce algo en aquella trama de siglos que no estaba en los cálculos humanos, por más que fuera la espera lo que más llenaba sus almas. La espera tenía un nombre, pero no sabían qué era. La espera era el sueño bendito del que hablaron los profetas, ese que tantas generaciones tuvieron anhelando la llegada del Mesías. Fueron siglos de espera aguardando que llegara el día.
Y llegó cuando menos imaginaban, como menos suponían, en una guisa tan original como desbordante de amor y añoranza, con lo que Dios sorprendía a toda una humanidad frecuentando los caminos y dibujando los senderos en el mapa de la humanidad que, sin saberlo, lo esperaba. Fue un bebé recién nacido la respuesta a tanta esperanza. Alguien que venía como la Palabra, y que tendría que aprender a hablar. Alguien que venía a pasear su Buena Noticia redentora, y que sin embargo tendría que aprender a andar. Pero así fue como en medio de aquel jaleo de empadronamiento, con las prisas y las incomodidades, el pequeño Jesús se unió a nosotros para iniciar la historia que nos salva. María y José junto al Niño Dios en aquel establo, por el que pasarían la alegría asombrada de los pastores desde sus majadas, las ofrendas de los Magos de oriente desde su estrella viajera, la mirada censuradora de Herodes desde su conspiración más envenenada, la mirada de aquella madre primeriza que lo amamantaba y la de quien hacía las veces de padre que protegía a esa madre e hijo tan especialmente milagrosos.
Fue la primera nochebuena que nosotros recordamos cada año que pasa, deseando que suceda esa Palabra y Presencia que así Dios mismo regala, como una luz en nuestras penumbras, un bien que llena los corazones como a los pastores y una paz con la que cantamos el villancico de los ángeles. Feliz Navidad.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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