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sábado, 26 de noviembre de 2022

Seréis como dioses. Por Rodrigo Menéndez Piñar

─Por favor, ¿podría indicarme el camino para salir de aquí?─ preguntó Alicia.
─Eso depende en gran medida de adónde quieras ir─ dijo el Gato.
─No me importa demasiado adónde ir─ respondió Alicia.
─Entonces ─replicó el Gato─ nada importa el camino que tomes.

Avanzamos ya el mes de los difuntos y todavía parece que esa conjunción íntima y singular de zozobra y esperanza, nacida de haber visitado la tumba de nuestros amados, no deja de afectarnos. Los cipreses que nimban nuestros cementerios señalan una meta para que nosotros no perdamos el camino correcto. Apuntan hacia arriba, al Cielo, hacia donde se quedaron embobados los Apóstoles tras haber contemplado la Ascensión: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo (Hch 1, 11). Ahora ellos debían marchar por todos los horizontes a convertir a las naciones ─¡Y vaya si lo hicieron!─ mas nunca cambiar la dirección de sus acciones, que no puede ser otra que la de la Eternidad.

A nuestro mundo hodierno que no sabe adonde quiere ir le ocurre lo que a Alicia en el País de las Maravillas: no le importa el camino que tome. Pero el cristiano sabe que es falso el verso tan manido de Machado: «caminante no hay camino, se hace camino al andar»; porque hay uno que es el Uno ─que Es, sencillamente─ y que ha dicho: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).

El deseo latente de infinito en el corazón humano hace que al cumplirse la sentencia aristotélica, «el bien es lo que todos apetecen», tenga siempre y en cualquier caso una meta, un fin, que es un bien supremo que no se apetece por otro bien, sino por sí mismo. Este bien supremo es la felicidad. El problema viene al tratar descubrir cómo alcanzar esa felicidad y, sobre todo, cómo conservarla perpetuamente. Por eso, ha sido preocupación constante de la civilización la búsqueda de la inmortalidad para no perder los bienes que han sido conquistados en esta vida.

En las mitologías paganas se pretendía alcanzar esa inmortalidad en la eterna juventud mediante algún artificio, o proyectada en los dioses, categoría que podrían alcanzar con su renombre los grandes héroes al realizar hazañas recordadas por todos de generación en generación. Pero la inmortalidad podía ser también una terrible condena, como el castigo que impuso Zeuz a Prometeo, cuyo padecimiento cruel está precisamente en ser inmortal y regenerar constantemente su hígado, que vuelve una y otra vez a ser devorado por el águila. De esta manera, en la antigüedad, se ensalzaba la conquista de lo intemporal, a la vez que se intuía que puede convertirse en la más pesada carga, así como le pesaba su vida y el mundo entero a Atlas después de la derrota en la Titanomaquia.

La modernidad padeció también las dos líneas de una misma cosmovisión, aunque deformadas por la ideología inmanentista que la permea toda. La fianza en el progreso de la ciencia hasta los extremos transhumanistas pretende vencer y superar los límites de la propia naturaleza humana. Una mentalidad horizontalista que, al negar el pecado original, coloca como bien supremo de felicidad la pseudosalud, en virtud de la cual es «responsable» y necesario asesinar la propia libertad ─siempre «por tu bien», convenciendo a las masas borreguiles─. Pero al encabritarse con la terca realidad enfermiza y senil de nuestros cuerpos, y no soportarla, resuelve el problema con una opción muy acorde a sus deseos sanitarios: la solución final eutanásica ─una muerte «digna» por el «bien» de la persona que sufre─.

El gran error de fondo en estas visiones es confundir eternidad e inmortalidad y pretender el paraíso en la Tierra. Empecemos por lo segundo. Si los sueños del cientificismo se cumplieran y pudiera ensayarse una alcanzada inmortalidad en este mundo, un mundo en el que la muerte fuera suprimida por completo (por enfermedad, por vejez, incluso por accidente al ser capaz de revertirse) y el hombre pudiera permanecer para siempre en sus fuerzas naturales ─a costa de no reunirse nunca con Dios─, habríamos llegado a conquistar los anhelos del inmanentismo moderno. El bien de la salud estaría siempre en posesión de la humanidad y no le escaparía la vida de entre las manos, como nos ocurre en la realidad. Al fin, sería el paraíso en la Tierra. Al fin, se cumpliría la promesa satánica: no, no moriréis...seréis como dioses (Gn 3, 4-5). Pero entonces, ¡ay!, los hombres acabarían deseando la muerte como una liberación de la tediosa vida que llevarían. Es la trama de la obra Vous serez comme des dieux (1959) del gran Gustave Thibon. Aquí puso, según su propio testimonio maduro al final de su vida, «lo mejor de mí mismo». En esta obra, el personaje Amanda entra en el proceso irreversible de desesperación porque al mundo y a ella, aun habiendo conquistado todos los logros científicos y sanitarios, aun teniendo vida inmortal, sin amenaza alguna de destrucción y teniendo todo lo que se quiere al alcance de sus fuerzas, le falta lo esencial: ese bien supremo que es la felicidad y que se identifica con la posesión de Dios. Acaba suspirando por la muerte porque solo ella le puede dar lo que el mundo no puede y solo ella la puede liberar de todo lo que el mundo le ofrece y que ha llegado a ser insoportable ─no porque no sean bienes, sino porque tomados en su conjunto y perpetuamente, no son sino una falsedad monumental, un constructo artificial que, al fin y al cabo, no da lo que el hombre en verdad desea─.

Y la razón es lo primero que decíamos. Las ansias de eternidad, reducida y confundida con mera inmortalidad. La eternidad es, según definición clásica de Boecio, interminabilis vitae tota simul et perfecta possesio (posesión total, simultánea y completa de una vida interminable). En la locura naturalista sólo hay vida interminable. No hay posesión total, ni simultánea ni completa de la vida, porque no hay Dios vivo, completo y perfecto Bien, que se posea todo Él en cada instante. Es la diferencia del paraíso en la Tierra al paraíso en el Cielo. Aquí la intuición profunda del libro santo al expulsar a nuestros primeros padres del Edén: Y el Señor Dios dijo: «He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros en el conocimiento del bien y el mal; no vaya ahora a alargar su mano y tome también del árbol de la vida, coma de él y viva para siempre» (Gn 3, 22). Ciertamente la muerte es un castigo por el pecado original. Es la pérdida de los dones sobrenaturales de la amistad divina y de los preternaturales, entre los que se encontraba la inmortalidad. Pero es castigo medicinal que, sin dejar de serlo, acaba por convertirse en un don. Si la naturaleza humana en su estado caído actual pudiese comer del árbol de la Vida y vivir para siempre, entraría en el proceso desesperanzador que intuyeron los antiguos en su literatura: una vida inaguantable. El hastío consumiría sus almas hasta devorarlas y desear partir al otro lado del Mar, como les ocurre a los elfos de Tolkien en la Tierra Media, consumidos por la pena que el tiempo hace crecer, pues, aun inmortales que no padecen senilidad ni enfermedad, sino madurez de sabiduría y plenitud de fuerzas, están atados al envejecimiento del mundo que los carcome. Ellos no comprenden cuál es el destino que tiene Eru preparado para los hombres: mortales, breves en tiempo, enfermizos... les causa extrañeza. Pero saben que la muerte, sacándolos de los círculos del Mundo, es el Don de Illuvatar, el Creador, y por obra de los hombres, según su designio, «todo habría de completarse, en forma y acto, hasta en lo último y lo más pequeño» (El Silmarillion, Del principio de los días).

Fue un Hombre quién pasó por ese castigo, venciéndolo con su Resurrección, y la muerte, asociado a ésta como paso previo, quedó partícipe del Don de Dios por antonomasia ─en el analogatum princeps de la felicidad, según santo Tomás de Aquino─: la Bienaventuranza eterna del Cielo. Y es este Hombre el Pontífice Santo que «une el Cielo con la Tierra, lo humano y lo divino» (Pregón Pascual), cuyos brazos en Cruz adornan las lápidas de nuestros cementerios para recordarnos siempre cuál es el Camino, qué es la Verdad y hacia dónde está la Vida: en la dirección apuntada por los cipreses.

(Infocatólica)

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