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jueves, 10 de noviembre de 2022

"Lengüateres", descaradas, y algún rumiante...Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Dice el dicho que en la mesa y en el juego se conoce al caballero...-¡y a la señora!-. Igualmente se podría decir que en la misa también. Nuestra sociedad vive un momento de gran pérdida de valores, y ello se percibe en lo que siempre se consideró elemental y básico. Es triste tener que decir esto, pero es así. En la Iglesia, en y sus parroquias mayores y renombradas, y en las más humildes y de aldea lo comprobamos en algo tan evidente como saber vestir o comportarse para estar en un lugar "sagrado". Nunca han hecho tanta falta como ahora los libros infantiles de "urbanidad", o los manuales de protocolo. Esas cosas que a algunos nos han inculcado desde pequeños: al llegar ante la puerta principal guardamos silencio, hacemos la señal de la cruz -a poder ser con agua bendita-; al llegar a la altura del banco donde nos vamos a sentar hacemos la genuflexión mirando al sagrario, y vamos vestidos dignamente para celebrar el domingo, un día de fiesta. Qué triste y lamentable ver en los funerales a personas acudir en chándal y playeros al sepelio de su ser querido, o sentados con la pierna cruzada en el banco mascando ("rumiando") chicle. Se pierden las formas elementales y el respeto por los demás. Y si lo que se ve es así, cómo  será lo que no sé ve...

El primer tesoro que hemos perdido es el silencio en el templo; nos lo robamos unos a otros y nos lo quitamos a nosotros mismos cuando hablamos, pero lo peor es que también se lo quitamos a los demás, los cuales pueden estar en otra dimensión y rezando en un lugar que es exclusivamente para ello como es la iglesia. A veces no sólo son las palabras, son también los ruidos: al toser inoportunamente pudiendo evitarlo, al sacar el caramelo para esa tos en una especie de revolución solidaria que olvida lo que estamos haciendo, la cartera para la colecta, el bastón, los tropiezos en los bancos y caídas de reclinatorios (que son sólo para arrodillarse y no para descansar los pies)... Necesitamos convencernos que el bien hace poco ruido, y el ruido hace poco bien. En nuestra Parroquia gracias a Dios y salvo contadas y conocidas excepciones, se cuida el silencio en el templo, a no ser ya en la salida, tal vez considerando que como ha terminado la misa ya no hay que guardar silencio; como si Cristo ya no estuviera en el sagrario o como si nadie quisiera seguir orando un rato más para dar las gracias al Señor -¡que los hay y quedan!- rompiéndoles su clima de oración, faltando  al respeto a Señor y a ellos. El mundo ha dado la vuelta en la educación elemental, y en estos momentos si alguien reprocha esa actitud se convierte automáticamente en el rel raro y protestón. Tal vez llegará el momento que W.Churchill anunciaba: llegará un día en que hará falta utilizar la espada para defender que la hierba es verde; quizá no estamos lejos. Al hilo de ésto, merece la pena contar una anécdota real que pasó en una misa: cuando la sacristana al pasar la cesta llamó la atención a dos "tertulianas y comentaristas", no sin cierto humor les dijo en voz baja: "callar la boca lenguateres"... Una persona con un poco de sentido hubiera pensado: ¡tiene razón! vamos a centrarnos en la celebración y dejar la cháchara... ¡Pues no!; al terminar la misa fueron a pedirle explicaciones y a decirle que fuera la última vez que les decía nada, como si éstas tuvieran un derecho superior sobre los demás para entorpecer la celebración. Yo me pregunto: ¿Harían lo mismo y contestarían de igual modo en una Ópera en el Campoamor, o en el cine, o en un concierto...?

Luego está el modelo de "feligrés/a" más llamativo y descarado: aquellos/as que no les gusta pasar desapercibidos, sino que sienten la imperiosa necesidad de llamar siempre la atención. Esto se aprecia, por ejemplo, en el momento que la liturgia pide levantarse; se supone que toda la comunidad se levanta y se sienta siempre por igual siguiendo la liturgia celebrativa -a no ser las personas impedidas por salud o discapacidad-. Este es un gesto hermoso que todos a pesar de ser diferentes en edad, sexo, ideas, nacionalidad o gustos nos unimos: hacemos exactamente lo mismo para expresar externamente esa unidad. Pues también hay personas que se distinguen rompiendo la unidad al capricho único de su ego y bemoles; tienen que llamar la atención como sea, aunque sea -y es- para mal. Toda la asamblea se pone en pie con el canto de entrada, pues hasta "el señor esté con vosotros", nada; que toda la Iglesia se levanta con el canto de aclamación al evangelio,  pues tampoco hasta que el sacerdote no empieza a proclamar el evangelio; que todo el mundo se levanta cuando el sacerdote dice: "orad hermanos", pues alguna sólo levanta el final de la espalda cuando el Presidente dice: "levantemos el corazón"... Será que hay que hacer ver la ropa de estreno, el peinado "fashion" de la peluquería o el tipo que tengo; la cuestión es hacerse notar... Es como cuando por la radio avisan que por tal carretera va un coche en sentido contrario, y el conductor "camicace" orgulloso comenta arrogante y prepotente: "uno no; ¡van todos!". El orgulloso siempre piensa que los equivocados son los demás, y la Iglesia es un lugar para la humildad, no para el orgullo...

Y, finalmente, el momento más doloroso que no pocas veces encoge el corazón es el de la comunión: personas que se ponen en la fila de la como si fueran "el pincho" del mediodía, mascando chicle o terminando el caramelo; o el que se van masticando la Sagrada Comunión junto al chicle de forma "rumiante"... Es urgente e imprescindible insistir en lo importante y trascendente de ese momento, que exige la preparación previa adecuada y que prácticamente hemos olvidado: el ayuno eucarístico que impele a no haber ingerido alimento al menos la hora previa a comulgar, estar en gracia habiéndose confesado como mínimo una vez individualmente los últimos doce meses y haber escuchado la misa entera, pues hay personas que llegan a media misa y sin pudor, sin conocimiento o las dos cosas, se ponen en la fila para recibir así, digamos atropelladamente, al Señor. A veces da la impresión de que hay personas que comulgan sin creer en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Forma, pues van hablando o saludando a unos y a otros en la fila para comulgar y vuelven de la misma manera, después llegan a su sitio comentando con la de al lado cómo va vestida fulana o dónde estaba mengana... Las monjas de colegio tenía un remedio muy efectivo para la tentación de hablar en misa, y era no dejar a las amigas sentarse juntas, de esta manera sentados al lado de personas con las que no hay mayor trato o confianza se evitan distracciones y se aumenta la atención para una celebración más provechosa para el alma. Esperemos que ante el Señor cuando nos llame no seamos ni "lenguateros/as", "descarados/as" ni mucho menos "rumiantes" -tal vez nos lo recuerde con bochorno- y podamos acercarnos a Él humildemente, como Dios manda.

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