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lunes, 21 de noviembre de 2022

El marco. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

La gravedad de los actos vandálicos perpetrados contra varios cuadros expuestos en diversos museos europeos ha sido aminorada por el hecho de que las pinturas estaban protegidas por un cristal y los atacantes solamente dañaron, al pegarse a ellos, los marcos. A los grafitos en las paredes se les ha quitado importancia, porque éstas, al fin y al cabo, podrán ser repintadas.

La verdad es que, cuando vi los garabatos y las improntas de las manos en la pared, pensé: «Ahora tendrán que pintar toda la sala». Con los tonos de los colores que eligieron para que luciesen los cuadros, no creo que se arregle el desaguisado dándole un brochazo por encima. Tendrán que repasar, si no la galería entera, al menos todo el paño de pared de la que cuelgan las obras de arte. Menuda broma.

En cuanto a lo de restar importancia a los marcos de los cuadros, hay que hacer algunas precisiones. Porque no son elementos ajenos a la pieza. El marco es el traje del cuadro. Uno no está desnudo cuando recibe a alguien en casa o a un cliente en el trabajo. Los cuadros tampoco. El marco reviste la tabla y oculta las cacarañas que grapas y clavos le han infligido, así como aquellos rasgos estructurales que es mejor que nos estén a la vista.

Hay, por otra parte, marcos que poseen valor artístico y no son meros aditamentos que puedan ser reemplazados inopinadamente. Los de las majas de Goya, en el Museo del Prado, no son los de cuando estaban en la Real Academia de San Fernando; sin embargo, los actuales tienen más de cien años y fueron hechos expresamente para esas obras. Han de ser cuidados, protegidos y apreciados.

Una cuestión diferente es la del gusto en la elección de la moldura, aunque una decisión de ese tipo se toma siempre tras una ardua deliberación interior, hasta que se llega a la conclusión de que es ese marco en concreto el que le conviene al cuadro para su ornato y realce.

Y si una persona elegante es aquella que cuando sale de una reunión nadie se acuerda de qué ropa llevaba puesta, con los cuadros sucede lo mismo. Si está bien elegido el marco, nadie reparará en cómo es. Cumplirá elegantemente su función: conferir protagonismo a la obra de arte, relegándose él mismo a una posición secundaria y aparentemente irrelevante.

Dicho lo cual, invito al lector a que levante sus ojos por un instante del periódico y observe los marcos de los cuadros de su casa y, si es que nunca antes se había detenido a admirarlos ni ve la posible relación existente entre éstos y el asunto pictórico que enmarcan, puede deberse a que los marcos armonizan y dialogan bien con las obras que encuadran o a que el lector no tiene, al respecto, ni idea ni criterio.

Si es por la segunda razón, cabe pensar que pertenece al grupo de los que no le dan especial importancia a que alguien estropee con cola y salsa de tomate los de los museos. Se pone otro. Y en paz. También se pude deber a que nadie le enseñó a apreciar la invisible visibilidad de un marco.

Pero no. El marco es en el cuadro lo que el muro del “períbolo” en un templo: señala su delimitación, lo sustrae del reino de lo común, establece en su interior un espacio exento, lo protege, lo hace intemporal y a la vez de todos los tiempos, lo sublima y, si se trata de un cuadro de asunto religioso, es dentro de la línea perimetral trazada por el marco desde donde irradian las luces de comunicación teologal que nos aproximan a Dios.

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