Suenan las campanas lejanas en la espesura de un bosque profundo y dilatado. Como siempre que nos llega su sonido envolvente y misterioso, sus repiques nos invitan a la oración y al recogimiento, porque nuestro corazón anda siempre inquieto por un encuentro con Alguien que nos reclama con dulzura y paciencia. Ahí está también la necesidad que tenemos de un sosiego que demasiadas prisas nos secuestran tantas veces. El valle se llena de misterio con las luces de la noche, y nuestras fatigas y ansiedades entran en su cotidiano letargo.
Mes de ánimas este de noviembre. Ya hablamos de la doble cita de santos y difuntos que nos convocan durante sus treinta días para hacer memoria de algo muy acendrado en nuestra tradición más nuestra, que se hace recuerdo, agradecimiento y plegaria. Y es ahí donde choca como perversa provocación lo que como intruso se nos cuela imponiéndonos algo que ni nos va ni nos viene, pero que la moda nos asigna casi obligatoriamente, al menos a los que se dejan por ella arrastrar con el tam-tam de su oportunismo fugaz, su demagogia engañosa y su ideología pertinaz y devastadora.
Lo he vuelto a ver en estos días atrás cuando de nuevo he comprobado la correspondencia que se da entre una tradición cultural y religiosa de notable arraigo, que se muestra como la más verdadera con nuestros ancestros más remotos, nuestros recuerdos más sinceros, y nuestras preguntas todavía sin solventar. Y de nuevo me ha demostrado nuestra gente sencilla que en estas fechas otoñales acude a nuestras iglesias y cementerios, cuán verdadero es lo que celebramos en estos días de incienso, malvas y crisantemos en los templos de nuestras parroquias y en los camposantos bien dispuestos.
Por eso se torna advenedizo y falso el divertimento de dudoso gusto en torno a esa importación decimonónica de emigrantes irlandeses en Norteamérica, jugando a la danza de la muerte con disfraces macabros, pintando sus rostros con ese blanco de cal lapidaria, y paseando semejante palmito como si fuera una procesión sobrevenida sin ton ni son, sin arte ni talento, simplemente porque así lo dictan las consignas que pretenden erradicar lo que tiene demasiadas raíces en la tierra de la verdad, la bondad y la belleza de nuestro pueblo. Algo tan burdo que tiene en su escenografía simbólica una calabaza alumbrada por una vela fugaz, no podrá de veras arrancar de nuestras vidas el auténtico sentido de estos días y el sentimiento piadoso de la memoria creyente de nuestros seres queridos.
Suenan las campanas. Ponen su música a la letra de nuestro recuerdo cuando miramos hacia atrás para volver a traer unos instantes aquellas palabras que nos hicieron bien en los labios que enmudecieron tras ser llamados aquellos hombres y mujeres por el Señor de la vida a la vida eterna. Pero sus palabras como mensajes bondadosos y verdaderos se siguen escuchando mientras los rescatamos del olvido travieso. Sucede exactamente igual con sus ejemplos, que son gestos de humanidad honesta y cristiana, que no debemos traicionar en cuanto nos enseñaron, sino agradecer sin distracción mientras, hacemos nuestro ese bagaje de autenticidad que es el patrimonio que nos dejaron nuestros mayores, la herencia a la que jamás deberíamos renunciar. El valle de la vida tiene su angostura ancha y su hondura dilatada con todos los matices que los diferencian, sus colores de riqueza cromática que nos permiten vivir nuestros instantes con ese asomo ante algo único, irrepetible en su originalidad, que pasa por los años de nuestra edad y se pasea por nuestras volátiles circunstancias. Así evocamos la añoranza de otras épocas, la nostalgia de personas que nos faltan, mientras nos dejamos empujar por la gratitud que nos emplaza a seguir escribiendo una historia inacabada que Dios mismo quiere con nosotros seguir narrando. Son los contrastes humildes de un mes mágico en el otoño de cada año
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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