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viernes, 28 de octubre de 2022

Carta semanal del Sr. Arzobispo

Nos adentramos ya en la espesura del otoño. 

Los días se nos acortan y en el aire se percibe cada vez más ese inconfundible aroma de las brumas mañaneras persistentes, de la humedad en la atmósfera que nos abraza con su magia, y las temperaturas que nos hacen sacar de nuevo la ropa de mayor abrigo en esta esquina del calendario cada año. 

El otoño tiene su encanto singular. No es el brote explosivo de la primavera vivaracha. Ni tampoco la cadencia agostadora cuando llega el verano con su estío. Aún no llama a la puerta de la agenda el rigor de un invierno con sus gélidas noches y mañanas. El otoño es sereno, discreto, a veces parece tímido y recatado, mientras nuestros senderos serranos, los caminos de parques y alamedas, se alfombran de hojas caídas que nos permiten pasear como quien pisa el misterio de tantas encrucijadas dispuestas a ser de nuevo reestrenadas al paso de nuestra prisa, de nuestro enojo, de nuestra calma y esperanza en el trasiego, año tras año, de una cifra más a nuestra vida. 

Pero el otoño tiene una cita especial al comienzo de noviembre. Hay una fiesta cristiana de primer rango cuando recordamos a todos los santos que en el mundo han sido. No se trata de las fiestas de santos conocidos, esos que tienen su fecha y su cuidada romería en el festejo señalado en nuestras calendas populares y religiosas. Ahora se trata de festejar a “todos” los santos. Aparentemente anónimos y desconocidos, pero que Dios bien sabe por qué los ha canonizado con la discreción que le caracteriza sin ningún tipo de boato. En el altar del cielo, allí está ese inmenso retablo donde se encuentran los santos, todos ellos, cada uno en su calle, en su ventana, en la traza de su época y en el arropo de su ámbito de domicilio. 

Es una fiesta de todos los santos en la que sin que nosotros sepamos cómo, nos encontramos que tenemos a gente sencilla, hombres y mujeres que son de nuestra familia, del círculo de nuestras amistades, compañeros de pupitre y de tantas andanzas, que acertaron a vivir cada cosa desde una conciencia verdaderamente cristiana. Sin alharacas ni troníos, como quien ha hecho sencillamente lo que tenía que hacer... desde el Evangelio, desde la tradición cristiana, desde la bondadosa convivencia llena de respeto y de verdad, acertando a dar en todo momento razón de su esperanza. 

Ahí nos encontramos a abuelos y padres, a niños y ancianos, a curas y obispos, a monjas y frailes, personas que, en todas las profesiones laborales, en todas las condiciones sociales y económicas, en todos los lares y épocas, en todas las lenguas y culturas... han sido, ni más ni menos, que buenos cristianos. Con sus dudas y certezas, con sus aciertos y pecados, con sus sonrisas y sus llantos, con sus éxitos y fracasos. Pero que quisieron y supieron vivirlo todo desde Cristo, desde su condición cristiana vivida con sencillez, pero con arrojo y audacia, e incluso con heroísmo generoso cuando había que dar la batalla. 

Hermosa fiesta de todos los santos. Y es un buen preámbulo para la conmemoración que, al día siguiente, el dos de noviembre, hacemos de los fieles difuntos. Nuestra santa costumbre de acudir a los cementerios para dejar unas flores, avivar los recuerdos de palabras y gestos de nuestros seres más queridos, y para elevar unas plegarias pidiendo para todos ellos el eterno descanso. Santos y difuntos: todos aquellos que nos han precedido en la vida y en la fe que, en este rincón sereno de un otoño adentrado, se nos presentan reclamando en nosotros la gratitud por cuanto en ellos Dios nos ha dado, y la responsabilidad ante la herencia de humanidad creyente que en nuestros santos y difuntos se nos ha regalado. Nada que ver con esas parafernalias prestadas y ajenas, pretenden diluir con sus calabazas al amparo de una efímera vela, la belleza del recuerdo de nuestros santos y seres queridos difuntos que nos esperan en el cielo. El antaño se hace hogaño en nuestra gratitud y nuestras plegarias. 

+ Jesús Sanz Montes, 
Arzobispo de Oviedo

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