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jueves, 1 de septiembre de 2022

La pequeña Li. Por Jorge González Guadalix

(Victor in Víncolis) Cuando en 1979 Dios llamó al venereable Fulton Sheen [en la foto con san Juan Pablo II, cuando este visitó los EEUU], millones de americanos lo lloraron y se sintieron huérfanos. Durante años, por todos los medios de comunicación posibles, habían estado pendientes de sus palabras. Provisto de un carisma especialísimo, monseñor Sheen combinaba a la vez la elocuencia natural con el poder del Espíritu Santo. Al escucharlo se sabía entonces que Dios estaba vivo, que era magnífico y deseable. El obispo Sheen propagaba tal luz que todas las radios se lo peleaban, seguras que él les haría sobrepasar por mucho sus índices de audiencia registrados hasta entonces. Su famosa serie televisiva La vida vale la pena de ser vivida,­ contaba con unos treinta millones de telespectadores por semana.

Este gran arzobispo, este gigante de la evangelización, tenía un secreto. Como todos los grandes hombres, los verdaderos, conservaba en su fuero íntimo un episodio de su vida en que la gracia lo había fulminado; y nada le llevó a desviarse del compromiso asumido entonces. Pero para conocer este episodio tenemos que trasladarnos a China, en la época más dura de la represión comunista, en los años cincuenta...

Pasitos de chinita…

En una escuela parroquial, los niños recitan a conciencia sus oraciones. La hermana Euphrasie está contenta: muchos pudieron hacer su primera comunión dos meses atrás y la han hecho con seriedad, desde lo profundo del corazón. Sonríe ante la pregunta de la pequeña Li, de diez años.

-¿Por qué el Señor Jesús no nos ha enseñado a decir: "Danos arroz de cada día"?

Los niños comen arroz mañana, tarde y noche; ¿cómo responder a tal pregunta?

- Es que... pan quiere decir Eucaristía –había respondido religiosa.

-Le pides al buen Jesús la Comunión cotidiana. Para tu cuerpo arroz. ¡Pero tu alma, que vale más que tu cuerpo, tiene hambre de ese pan que es el Pan de Vida!

En el mes de mayo, cuando Li hizo su primera Comunión le dijo a Jesús en su corazón:

-Dame siempre ese Pan de cada día, ¡para que mi alma viva y goce de buena salud!

Desde entonces, Li comulga a diario. Pero es consciente que “los malos" (los comunistas sin Dios) pueden impedirle en cualquier momento que reciba a Jesús en la Comunión. Entonces ora ardientemente para que eso no ocurra jamás. Un día entraron en el aula y de inmediato se dirigieron a los niños:

- ¡Entregadnos enseguida todos vuestros ídolos!

Li sabía bien a qué se referían. Aterrados, los niños habían entregado sus imágenes piadosas cuidadosamente pintadas. Luego con un gesto de cólera, el comisario había arrancado el crucifijo de la pared y lo había tirado al suelo, pisoteándolo a la vez que gritaba:

- ¡La nueva China no tolerará más estas groseras supersticiones!

La pequeña Li, que amaba tanto su estampita del Buen Pastor, intentó esconderla dentro de su blusa; ¡era la estampita de su primera comunión! Un sonoro bofetón la hizo tambalear y cayó a tierra. El comisario llamó al padre de la niña, poniendo empeño en humillarlo antes de maniatarlo.

Aquel mismo día, toda la gente del pueblo, llevada a la fuerza por la policía, abarrotó la iglesia para una nueva clase de “sermón” dado por el comisario, que ridiculizaba a los misioneros y a los “agentes del imperialismo americano"... Luego, con voz de trueno ordenó a que forzaran el tabernáculo. La asamblea contuvo el aliento y oró ardientemente.

De cara a la gente, el hombre gritó:

- Ahora vamos a ver si su Cristo sabe defenderse. Esto es lo que hago con su "Presencia Real". ¡Trucos del Vaticano para explotarlos mejor!

Mientras hablaba, tomó el copón y arrojó todas las hostias al suelo. Los fieles, atónitos, retrocedieron ahogando un grito.

La pequeña Li queda paraliza en su lugar. ¡Oh! ¿Qué hicieron con el Pan? Su corazoncito recto e inocente comienza a sangrar ante las hostias diseminadas por el suelo. ¿Nadie va a defender a Jesús? El comisario se burla; una burda risa entrecorta sus blasfemias. Li llora silenciosamente.

–Y ahora todos afuera; ¡lárgaos de aquí!, –aúlla el comisario. ¡Y, ay el que se atreva a volver a este antro de supersticiones!

La iglesia se vacía. Pero además de los ángeles adoradores que están siempre en torno a Jesús Hostia, un testigo permanece en el lugar, sin perderse nada de la escena que se desenvuelve ante sus ojos. Es el padre Luc, de las Misiones Extranjeras, escondido por los parroquianos en un reducto del coro, provisto de un tragaluz que da sobre la iglesia. Está sumido en oración reparadora y sufre por no poder moverse de allí: un gesto de su parte y los parroquianos que lo han camuflado serían arrestados por traición.

Señor Jesús, ten piedad de ti mismo, oraba, angustiado, ¡impide este sacrilegio! ¡Señor Jesús!

De repente, un crujido quiebra el pesado silencio de la iglesia. La puerta se abre con suavidad. ¡Es la pequeña Li! Tiene apenas diez años y hela aquí que se acerca al altar, con sus pasitos de chinita... El padre Luc tiembla por ella, ¡pueden matarla en cualquier momento! Pero, imposibilitado de hablarle, puede tan sólo mirar y suplicar a todos los santos del Cielo que protejan a la criatura. La pequeña se arrodilla y adora en silencio, como sor Euphrasie le ha enseñado. Sabe que debe preparar su corazón antes de recibir a Jesús. Con las manos juntas dirige una misteriosa plegaria a su querido Jesús mal­tratado y abandonado. Luego el padre Luc ve que se inclina y a gatas, toma una hostia con su lengua. Ahora está nuevamente de rodillas, con los ojos cerrados, dirigiendo una mirada interior hacia su visitante celestial. Cada segundo pesa una enormidad; el padre Luc teme lo peor... ¡Si solamente pudiera hablarle! Pero la niña se retira tan suavemente como había venido, casi dando saltitos.

Las "depuraciones" continúan y la brigada volante de los servicios del orden requisa todo el pueblo y sus alrededores. Tal es la suerte de la "nueva China". Entre los campesinos, nadie se atreve a moverse. Confinados en sus cabañas de bambú, lo ignoran todo sobre el porvenir.

Sin embargo, todas las mañanas, nuestra pequeña Li se escapa para ir al encuentro de su Pan Vivo en la iglesia y, reproduciendo con exactitud la escena del día anterior, toma una hostia con la lengua y desaparece. El padre Luc contiene su congoja con dificultad, ¿por qué no las toma todas de una vez? Él conoce la cantidad de hostias: treinta y dos. ¿No sabe que puede tomar varias de ellas a la vez? No, no lo sabe. Sor Euphrasie había sido clara: "Una sola hostia por día es suficiente. Y no se toca la hostia; ¡se la reci­be en la lengua!". La pequeña respeta las reglas.

Ya no queda más que una sola hostia. Aquel día, al alba, la niña se escabulle como de costumbre y se aproxima al altar. Se arrodilla y ora muy cerca de la hostia. Entonces el padre Luc ahoga un grito.

Un miliciano, parado en el dintel de la puerta, carga su revólver. Se oye un golpe seco, seguido de una gran carcajada. La niña se desploma de inmediato.

El padre Luc la cree muerta, pero no, la ve reptar con dificultad hacia la hostia y pegarla a la boca. Algunos sobresaltos convulsivos, seguidos de una repentina distensión. La pequeña Li está muerta. ¡Ha salvado todas las hostias!

Cada día una "hora santa"

Dos meses antes de morir, a los ochenta y cuatro años de edad, Fulton Sheen revela finalmente su secreto al gran público, en ocasión de entrevista de un canal de televisión nacional.

–Su Excelencia, –le pregunta el periodista, –usted ha inspirado a miles de personas en el mundo entero. Pero usted mismo, ¿por quién ha sido inspirado? ¿Por un Papa?

–Ni por un Papa, –respondió, –ni por un cardenal ¡Ni siquiera por un sacerdote o una religiosa! Una chinita de diez fue quien me ha inspirado.

Fue entonces cuando monseñor Sheen contó la historia de la pequeña Li. Nos estaba entregando su testamento íntimo. El amor de esta criatura a Jesús en la Eucaristía, agregó, lo había impresionado tanto que el día en que la descubrió le hizo la siguiente promesa al Señor: cada día de su vida, hasta su muerte, pasare lo que pasare, haría una hora de adoración ante el Santísimo. Y monseñor Sheen no sólo cumplió con su promesa, sino que no perdió oportunidad alguna para promover el amor de Jesús en la Eucaristía. Sin tomarse tregua, invitaba a los creyentes a hacer diariamente "una hora santa” ante el Santísimo.

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