Estimada C.:
Ayer hablé de ti en clase. Señalé con el dedo índice el sitio en el que solías sentarte, en la bancada que está, según entras en el aula, a la derecha. Lo recuerdo perfectamente. Quedaron todos impresionados de lo que les referí acerca de ti.
Tardaste en decidirte, pero lo tuyo se precipitó cuando determinaste cursar presencialmente la materia que imparto en la Universidad y renunciar al puesto de trabajo que te ofrecían fuera de la provincia.
Ni remotamente barrunté, cuando ibas a clase, que dentro de ti se estaba librando una batalla, en la que pugnabas para que saliese vencedor el «¡No!», porque te decías a ti misma: «Son imaginaciones mías», «Me están comiendo la cabeza».
Hasta que, un día, hablando del drama existencial del profeta Jeremías, proyecté en la pantalla una diapositiva con estas palabras suyas:
«Pensé en olvidarme del asunto y dije: “No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre”; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo y no podía» (20,9).
Y fue entonces cuando te diste cuenta de que la cosa iba en serio, de que Cristo te estaba pidiendo que te desposaras con Él y de que debías darle una respuesta. Y ésta, por tu parte, era «¡No!».
Mas Él no desistió de su propósito, porfió infatigable y, al final, caíste rendida ante su amor. Ahora has dicho «¡Sí!». Y te consagrarás para siempre a Él en una comunidad de religiosas. Las conozco. Verás qué bien. Y bendita sea la diapositiva.
Desde que me comunicaste que vas a entrar en religión y que tu decisión fue alumbrada en un aula no se me va de la mente Edith Stein, la universitaria, la discípula de Husserl, la que se convirtió al catolicismo y profesó como monja carmelita.
Sé también de una estudiante que, fuera de España, se abrió a la fe cristiana en la escuela a la que iba. Lo curioso del caso es que quien la puso en el camino de la entrega a Cristo fue un profesor ateo. Acabó siendo, como Edith Stein, carmelita descalza.
Estimada C., en la Universidad, tomando apuntes, en horario académico, acodada sobre un pupitre, en la monotonía de las tardes del fin del verano, del otoño completo y del comienzo del invierno, en el relativo silencio que se establece entre el alboroto del principio y de la conclusión de la clase, en el capítulo del temario que menos pensabas que pudiera encerrar tanto significado para ti, en unas frases escritas en hebreo hace más de dos mil quinientos años, se produjo una inflexión en tu vida, que, a partir de ahora, será más bella, más interesante y tendrá, además, un increíble, por su inabarcable amplitud, alcance proyectivo.
Y si hasta el presente mantuviste esa experiencia tuya en secreto, solo para ti («secretum meum mihi, secretum meum mihi», Isaías 24,16), y no la compartiste nada más que con unos pocos confidentes, a partir de ahora ¡cuéntala! Prestarás así un servicio impagable a quienes te escuchen. Ya lo verás. Y ya me dirás. Quedo, como siempre, a tu disposición. Salve.
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