La crisis eclesial es de libro. Basta repasar titulares para darnos cuenta del esperpento en el que estamos viviendo. No se los voy a ofrecer. Cualquiera puede darse una vueltecita por las páginas de información religiosa. Posiblemente lo más grave no sea lo que se dice y exige en algunos lugares, sino que aquí nadie pone orden, de forma que mientras no te signifiques por tu aprecio a la liturgia tradicional, todo te es posible.
El desconcierto y la hartura de muchos fieles son notorios, a la vez que se convierte en grito angustioso ese “¿y qué podemos hacer?".
Últimamente estoy repitiendo mucho en mis homilías y cada vez que tengo oportunidad, que esta situación compleja que vivimos se hace necesario afrontarla y vivirla desde tres palabras que hoy me parecen claves:
- FIDELIDAD. No es momento de tirar la toalla y refugiarse en un cómodo “esto no tiene remedio” y total “qué más da". No. Todo lo contrario. Es tiempo de renovar la fidelidad a Cristo y a la Iglesia, de proclamar el credo con todo convencimiento, de esforzarse hasta el límite en vivir de acuerdo con los mandamientos de Dios y de la Iglesia, de tratar de practicar las obras de misericordia y grabar en la cabeza y el corazón el catecismo de la Iglesia católica.
Es hora de que cada uno de nosotros viva en conformidad a su estado, se acerque a los sacramentos y mantenga una intensa vida de oración.
- SACRALIDAD. Hace apenas unos días sacaba esta palabra a relucir en el blog. No vamos a permitir que nuestra fe católica, fe además que ha sido clave en la construcción de Europa y de Hispanoamérica, sea condenada a desaparecer o forzada a vivir en el más terrible ostracismo. Todo lo contrario.
Momento de trajes clericales, hábitos, medallas, signos religiosos. Es la hora de que reivindiquemos nuestro derecho a manifestar públicamente la fe con algo tan simple como la estampa en el lugar de trabajo, el crucifijo en el coche, bendecir los alimentos en el resturante, fomentar la participación en manifestaciones externas de fe como encuentros o procesiones, tocar las campanas.
- MARTIRIO. Me estoy dando cuenta que cada vez hablo más de martirio en mis charlas y homilías. Tal vez el hecho de que en el altar mayor de Braojos tengamos tres mártires, san Vicente, san Lorenzo y san Esteban tenga algo que ver. Quién sabe.
Son tiempos de martirio. Martirio moral por supuesto. Carreras truncadas por ser católico, insultos y desprecios por ir a misa, miedo a que se sepa tu filiación religiosa. Esto es martirio moral, como lo es el que te insulten o escupan por ir por la calle con clergyman o sotana. Hoy ser católico y demostrarlo es profesión de riesgo.
Vivir hoy la fe, y que se sepa, es apostar por el martirio: el desprecio, el descrédito, las trabas en la promoción justa en tu carrera profesional, la incomprensión en el seno de la prpia familia, es aguantar las risas de prensa y televisión, convertirte en el hazmerreír de forma personal o colectiva.
Martirio moral, y sin descartar en absoluto el físico, que ya lo vamos viendo en el mundo. Recordemos la segunda lectura de este pasado domingo: “Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado". Es decir, lo que nos espera. Bendito sea Dios.
En estos tiempos de crisis, y todavía habrá quien lo niegue, podemos optar por quitarnos de enmedio, pasar de todo, apuntarnos al cómodo relativismo o mantener un perfil bajísimo esprando mejor ocasión. Grave error.
Estos momentos exigen valientes con las ideas claras, el catecismo como fundamento de la fe, la moral y la liturgia, la fidelidad aún más radical precisamente porque los tiempos cuanto más recios más lo exigen, y saber y aceptar que nos pueden partir la cara moral e incluso físicamente. Hoy, tal y como están las cosas, no hay medias tintas. No vale tirar como sea, acomodarse a lo más sencillo y permitir encantados que sean la prensa, la agenda 2030 y el orgullo gay quienes marquen tiempos y doctrinas pensando que así conseguiremos que la prensa hable bien de nosotros y no nos molesten mucho.
Conseguiremos el descrédito, la desaparición como Iglesia católica y lo más grave, que Alguien nos pida cuentas en el juicio final por nuestra cobardía.
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