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martes, 9 de agosto de 2022

L’Enfance du Christ. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Akal ha editado las “Memorias” de Hector Berlioz (1803-1869), inencontrables desde hace años, que todo músico debería leer, para escribir, con el estilo vivaz, chispeante, ágil, culto y dramático del compositor francés, las suyas propias. “Berlioz inaugura la corriente autobiográfica musical a la que van a intentar adscribirse tantos músicos románticos”, dice Enrique García Revilla en la Introducción.

En su relato, Berlioz no disimula la desafección por la religión, que le provocó el hecho de que su madre rompiese toda relación con él, al manifestarle éste su propósito de abandonar los estudios de medicina para dedicarse enteramente a la música: “Parece increíble que las opiniones religiosas impregnadas de los prejuicios provincianos del desprecio hacia las artes pudieran provocar semejante escena entre una madre tan cariñosa como la mía y un hijo tan agradecido y respetuoso como siempre fui yo”.

Sin embargo, de su numen procede el oratorio que él mismo denominó, debido a las partes de que se compone, “trilogía sacra”: “L’Enfance du Christ”. Una regalada meditación sobre la huida de la Sagrada Familia a Egipto y una gema de religiosidad y pureza evangélica.

En el Epílogo de las “Memorias”, el compositor se muestra sumamente feliz porque, en Estrasburgo, el auditorio se emocionó al escuchar la obra, y, en especial, su final “O mon âme”. “Llegó a provocar las lágrimas en algunos oyentes. ¡Oh, qué feliz soy cuando veo a mi público llorar! Este coro no produciría tal efecto en París”.

Lo que Hector Berlioz no podía imaginar es que, siete décadas más tarde, en 1937, en la noche del 29 al 30 de abril, en un barrio del extremo este de París, en el boulevard Sérurier, en el piso en el que residía Ezequiel Selgas cuando viajaba a la capital de Francia, el filósofo español Manuel García Morente, agnóstico, se convertiría a la fe mientras retransmitían por la radio un fragmento de “L’Enfance du Christ”, que definió, más tarde, así: “Algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales, que nadie puede escucharlo con los ojos secos”.

El efecto que provocó en el alma del pensador andaluz fue indescriptible: “Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo”. El relato completo de lo que sucedió en aquella noche parisina puede leerse en la carta que García Morente escribió a José María García Lahiguera, dándole pormenores de lo que él llamaba “el Hecho”.

La emoción que, en cierta ocasión, experimentó Berlioz al contemplar la armonía de la basílica de San Pedro de Roma (“En verdad, aquella era la casa de Dios”) lo condujo a reflexionar sobre la música y concluir: “Es ella la que aúna el himno incesante de las otras artes y, con su poderosa voz, lo lleva, ardiente, a los pies del Padre Eterno”.

Y así aconteció en Manuel García Morente, quien, elevado hacia su interior por el empuje de la gracia, abrió su alma enteramente para recibir la luz que la música le portaba desde el davídico Belén y el Egipto nilótico, guiándolo al encuentro con Aquel que vino al mundo para rescatar a la humanidad de una hórrida tiniebla. El estudioso de Kant y de Bergson entonó entonces, en lo más profundo de su ser, estos versos corales de rendición, con lo que concluye el oratario: «¡Oh, alma mía, / qué te queda por hacer / sino quebrar tu orgullo / ante tal misterio!».

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