(Simone Propea/ Iglesia de Asturias) “Como suenan las campanas, así vive la gente”, reza un viejo proverbio popular. Cuando la vida era liturgia, y nos acordábamos al ritmo de las estaciones para arrebatarle a las horas una promesa de felicidad, el repique de las campanas sostenía las historias de hombres y mujeres dispuestos a vivir, en el tiempo, una eternidad muy cercana al instante. Estas campanas esparcidas por el mundo perforan desde hace siglos el techo de ruidos que amenazan con sofocar el silencio antiguo del origen, escondido en el interior de todo verdadero y gran discurso.
En esta bella y santa porción del mundo, que es la Catedral de Oviedo, finalmente se restauró el campanario, de tal manera que la gente podrá visitar, a partir del día 1 de agosto, aquella torre gótica que acoge la campana más antigua de toda España, por lo menos de las que siguen activas: la “Wamba”.
Además, durante los trabajos de la restauración, dirigidos por el arquitecto Jorge Hevia, salieron a la luz detalles importantes acerca de la historia del templo, como su verdadera fisionomía de antes de la guerra civil –confirmada por unas postales antiguas encontradas casi por casualidad–, donde se comprueba que la Catedral acogía tres campanas más, dato que se desconocía hasta muy recientemente.
Las visitas se desarrollarán de lunes a sábado, teniendo un promedio de entre tres y cinco diarias, con un máximo de veinte personas en cada uno de los pases. La experiencia será más o menos de una hora de duración, y consistirá en el ascenso de las 184 escaleras en forma de caracol, que desembocan en la vista de Oviedo desde lo alto.
Es precioso. Esa es la palabra. Pero antes de llegar allí el ascenso prevé dos paradas intermedias, para que se pueda ir pillando, más y más, el sentido último de la visita, que no es llegar, sino subir. En ese momento en que subiendo se llega- algo ascético, pero muy vigorizante también – cuando el cuerpo tras la subida se relaja, y el corazón, por la mirada que se le ofrece, se apacigua, a uno le da tiempo de recordar lo que se vio de aquella torre: la edad media que hubo y que quedándose escondida en las esquinas parece no haberse ido nunca; los rayos naturales, y los relámpagos de la guerra , que estropearon aquel cuerpo sagrado, con poderosas heridas de fuego, cicatrizadas bien –hay que decirlo– por los cuidados que arquitectos sabios supieron otorgarle a lo largo de toda su historia. Don Benito, el Deán de la Catedral, que es él también testigo y testimonio de tanta vida que por allí ha pasado, explicó ante los medios de comunicación presentes, satisfecho, cómo van procediendo las obras de restauración, desde 1996, por lo que la catedral de Oviedo es una de las catedrales españolas con el Plan Director, tal vez, más avanzado. Claro está que cuando se habla de catedrales, el tiempo se cuenta en siglos, así que no hace falta tampoco tener prisa de acabarlo todo. Una catedral siempre es signo de una obra más grande que en realidad no termina, que no queda en los siglos, porque es obra de Uno que en los siglos –hasta en el nuestro– trabaja para que esa eternidad que las campanas señalan sea el corazón de cada tiempo, siendo ya el único tiempo que cada corazón conoce. Así que, finalmente reestructurado, el campanario de Oviedo se transforma en signo inacabado de una subida que queda por hacer, de una voz que se puede empezar a escuchar subiendo las escaleras de la vida, aunque sean torcidas, y parándose al final a mirar lo hermoso que es este trozo de tierra que nos acoge, y que en sus campanas sigue cantando como vive su gente. Porque lo cierto es que “como suenan las campanas, así vive la gente.”
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