(La Puerta de Damasco) A poco que observemos la realidad, se impone la certeza de que también la muerte, y no solo la vida, se ha secularizado. Hace no mucho, casi nadie, por no decir nadie, tenía un funeral laico. Hoy, cada vez más, lo extraño está siendo que alguien tenga unas exequias religiosas.
El proceso de secularización, de separación y distanciamiento entre lo profano y lo religioso, entre lo mundano y lo divino, combina la crisis de la práctica religiosa y la emergencia de una ritualidad difusa, no específicamente religiosa y, por supuesto, en absoluto específicamente cristiana y católica.
La secularización, dicen los grandes teóricos que han analizado este fenómeno, no lleva consigo la desaparición de lo sacro o de lo religioso. No desaparece, quizá, pero pasa a ser ya no una dimensión esencial de la vida, sino un componente opcional de la existencia.
La religión y la fe dejan de ser “universales antropológicos” - pues ya no todos los hombres serán, en cuanto hombres, religiosos -, sino opciones significativas ofrecidas a la iniciativa individual y colectiva. Es decir, uno puede ser religioso y cabe pensar que una determinada sociedad también lo sea. Pero eso no significa que cada hombre y cada sociedad siempre lo sea.
Más allá de la sociología de la secularización y de los diagnósticos de intelectuales como Charles Taylor o Hans Joas, la misma Iglesia Católica ha advertido sobre el peligro de la “secularización interna” de lo cristiano; sobre la distancia entre lo profano y lo sagrado que brota en la vida de la Iglesia. Incluida la secularización sobre todo lo que atañe a la muerte.
Cito un texto de la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española “Teología y secularización en España”, de 2006. El silencio sobre estas verdades de nuestra fe: la venida del Señor en la gloria al final de los tiempos, la resurrección de la carne, el juicio particular y final, el Purgatorio, la posibilidad de condenación eterna (Infierno) o de bienaventuranza eterna (Cielo) “en el ámbito de la predicación y de la catequesis, es causa de desorientación entre el pueblo fiel que experimenta, en su propia existencia, las consecuencias de la ruptura entre lo que cree y lo que celebra”.
En la vida humana, y en la vida cristiana, lo conveniente no es la ruptura, sino la unidad, la coherencia. La secularización de la muerte puede llevar, tal vez, a la banalización de la muerte. Algo a lo que se resiste el espíritu cristiano, tal como no dejó de señalar el Concilio Vaticano II: “Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no solo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aun más, por el temor de la extinción perpetua”.
Frente a la secularización, y a la posible banalización, no existe otra respuesta católica distinta de tomar las cosas en serio. Tanto la vida como la muerte. Y, con la muerte, la práctica de la oración por los difuntos, fundada en la enseñanza de la Iglesia, en la Sagrada Escritura y en la misma tradición creyente: “No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos”, escribía san Juan Crisóstomo.
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