El camino se hace arduo tantas veces y no lo podemos recorrer con flaquezas. Necesitamos la fortaleza que dé vigor a nuestro cuerpo y nos haga sólidos en el alma. Por eso se entiende que el Pueblo cristiano haya siempre necesitado el pan de trigo para sus pasos y el pan de Cristo que nos salva. Dos panes distintos, dos alimentos diversos, de los que mutuamente nos nutrimos para llegar a la verdadera meta de todas nuestras andanzas. Jesús compartió con aquellas gentes tantos momentos. Les hablaba palabras que nadie pronunciaba dejándoles prendidos los corazones en una esperanza que no defrauda. Y les mostraba tantos signos, como milagros de la vida cotidiana, que sembraban la admiración, el estupor, la gratitud que no tiene trampas. Así dejó tantos mensajes sencillos como parábolas que todos entendían dilatando la mirada, y encendiendo la luz que pusiera fin a sus penumbras, disolviendo así las sus oscuras dudas.
Pero, cuando aquellos tres años inolvidables terminaron, nos les dejó el Señor solos y solitarios, al pairo de las intemperies varias, sino que les prometió una presencia amiga, discreta, que pudiera acompañar los momentos diversos por los que se deberían adentrar en la hazaña de anunciar la Buena Noticia a toda la creación.
Esa presencia tiene tantos rostros, sus caricias son variadas, y el eco de su voz se deja oír si no estamos cerrados con sordera calculada. Su misma figura no se impone como cuando caminaba en la Galilea, pero se deja entrever de tantos modos sintiendo y percibiendo su presencia discreta. Es como el amor, que no sabes su color, ni su forma, pero cuando se te adentra en el corazón toda tu vida palpita enamorada como nunca jamás te sucediera.
La presencia que Jesús quiso cuidar con más esmero, tuvo la forma de algo cotidiano y sencillo: tierno como el trigo molido, sabroso como la uva prensada, y ese pan abierto y compartido junto al vino escanciado y brindado, el Señor los quiso transformar con su plegaria en el Cuerpo y la Sangre que nos dejó como la comida y la bebida más sagradas. Fue en la Última Cena, como nos ha recordado San Pablo en la segunda lectura de la carta a los Corintios: él recibió esa tradición que le hizo comensal tardío en aquella cena de adioses y confidencias en el Cenáculo del primer Jueves Santo.
Es esta una cita esperada cada año que tiene en su entraña un recuerdo: tomar en serio que Dios no es un fantasma, que se hizo como nosotros sin dejar de ser lo que Él era. Y así llegando el trance del adiós, cuando volvió al Padre tras su vida, su muerte y su resurrección, no lo hizo sin antes darnos una misteriosa alegría: que se quedaría con nosotros todos los días hasta su vuelta.
Jesús nos pregunta hoy en esta fiesta del Corpus Christi: ¿de qué tienes hambre? ¿cómo la sacias? Dos mil años después la humanidad sigue teniendo hambre en tantos sentidos. Y dos mil años después unos responden distrayendo las hambres del cuerpo y las del alma y otros responden pidiendo el pan que no engaña ni trafica, el pan que calma y colma el hambre de verdad. Jesús no fue un demagogo, sino que fue a la raíz del problema: Yo soy el Pan de vuestra vida.
La escena que hemos escuchado en el Evangelio nos asoma a una especie de procesión humana que pertenece a todos los tiempos: personas hambrientas que están pidiendo que alguien les dé pan. El agobio de aquellos discípulos era que les desbordaba tamaño desafío y prefirieron despedir a los hambrientos, mandarles a sus casas, quitárselos de encima sin más. Esa tentación siempre ha acompañado el egoísmo insolidario del hombre que cierra sus puertas para no acoger y más aún sus ojos para no ver. Los pobres lo saben y por eso saben a qué puertas no llamarán y qué miradas jamás se conmoverán cuando ellos pasan. Pero esa escena del Evangelio tiene un imperativo que siempre será provocador para la conciencia cristiana: dadles vosotros de comer.
Siempre nos parecerá desmedida nuestra pobre posibilidad de dar de comer a multitudes con sólo dos peces y cinco panes. Esa es nuestra humilde aportación. Con ella Jesús hace el milagro. Ni un milagro que confiamos sólo a la acción de Dios, ni un milagro fruto de nuestro cálculo. El milagro siempre se da cuando nosotros hemos dado todo lo que somos y tenemos, y con ello el Señor hace maravillas como una caricia de amor. No era un problema de Dios, nada más. Era un problema de ellos, porque aquella hambre, Jesús se la confiaba a sus discípulos. Ellos pusieron la poquedad de unos panes y peces, y con eso el Señor repartió su grandeza hasta la saciedad.
Este domingo que celebramos el día del Corpus Christi, tenemos dos procesiones que cruzarán nuestros caminos: la procesión del Señor en su santa Eucaristía y la procesión de los pobres que siempre estarán a nuestro lado. Si somos cristianos de verdad no podemos prescindir de ninguna de las dos, y en cada una de ellas hemos de saber situarnos. Ante Jesús en la Eucaristía, con nuestra rendida adoración de quien pide la gracia de saber amarle y de amar a los hermanos. Ante el hermano pobre de cualquier pobreza, con quien compartimos con ternura, con entrega, nuestro afecto, nuestro tiempo, nuestros bienes, construyendo desde el amor un mundo nuevo.
Cáritas es la Iglesia que sale al encuentro de los más desfavorecidos. Sus puertas tienen siempre una aldaba a la que llamar, unos goznes que jamás se oxidan ni bloquean, y una entraña llena de cristiana humanidad que espera y acoge. Los nombres de las pobrezas son tantos como los rostros de los pobres. Hoy los encontramos de tantos modos: hambrientos, enfermos, solos y abandonados, sin techo y desahuciados, parados, inmigrantes, amenazados, víctimas de toda violencia y terror, perseguidos y extorsionados, condenados a morir antes de nacer o cuando no tocaba naturalmente todavía. Lo que hicisteis o dejasteis de hacer con ellos, dijo el Maestro, lo habéis hecho conmigo. Cáritas nos testimonia y nos educa en este amor preferencial por quienes Dios mismo sigue prefiriendo. Doy gracias por lo mucho y bueno que hace Cáritas en Asturias.
Hay procesiones que van por dentro, y las hay que van por fuera. Hay incluso algunas que, yendo por dentro, no se pueden disimular en las afueras. Así sucede con esa doble procesión: la de Jesús en la Eucaristía y la de los pobres con sus pobrezas. Somos adoradores de Jesús Eucaristía y doblamos nuestras rodillas ante su cálida y discreta compañía. Pero saciadas nuestras hambres con el Pan de su Vida, debemos abrir nuestras manos para acoger a los que experimentan la intemperie, la soledad, el miedo, la injusticia, la desesperanza, las mil necesidades para tener una vida digna. Nuestras manos deben estar abiertas para repartir lo que somos y tenemos testimoniando con sencillez y entrega que la caridad será siempre una caricia, la única caricia digna de fe, porque fue el gesto divino y humano que el Maestro nos dejó en su Eucaristía.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
19 junio de 2022
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