Sucedió el 8 de junio de 1972. En la aldea vietnamita de Trang Bang. A cuarenta kilómetros al oeste de Saigón. El próximo miércoles hará cincuenta años. Del cielo caían bombas de napalm. Todo el mundo corría. También una niña que iba desnuda.
Era Kim Phuc Pahn Thi, de la que el reportero Nick Ut hizo unas fotografías que dieron la vuelta al mundo. Kim tiene ahora 59 años. Nick, 71. Y los dos estuvieron, hace unos días, con el Papa, para decirle que la guerra, cuyo cese implora constantemente Francisco, es, en efecto, una locura.
Nick, el fotógrafo, recuerda que, en aquel día fatídico, una bomba hizo explotar una pagoda y pensó que todos los que estaba dentro habían muerto. Eran refugiados procedentes de las zonas boscosas del país, a las que los Estados Unidos y Vietnam del Sur bombardeaban indiscriminadamente para acabar con los guerrilleros del Vietcong.
De repente, entre el humo, vio aparecer a una señora mayor, que llevaba entre sus brazos a un niño muerto. Y a una niña, desnuda, que pedía ayuda. Era Kim. A Nick lo primero que se le ocurrió fue echarle agua por encima. Y dejando la máquina de fotografiar, los subió a ella y a los otros niños, que escapaban de la aldea, a un furgón y los trasladó a un hospital.
Si no estoy equivocado, a Kim se le había volatilizado la ropa a causa de las emisiones de fósforo. Estuvo ingresada catorce meses y fue sometida a diecisiete operaciones quirúrgicas. «Aquella imagen sigue recordándome que he perdido mi infancia. Aunque, con el paso del tiempo, he comprendido su valor. Al principio, la odiaba. Veía en ella una humillación: una niña en exposición ante todo el mundo, desnuda, gritando desesperada. Pero también recibí ayuda y fui curada», reconoce.
Cuando, en 1982, comenzaba a hacerse realidad su sueño de llegar a ser médico, Kim tuvo que abandonar los estudios porque tenía que estar todo el tiempo dando conferencias y concediendo entrevistas a periodistas, pues así se lo exigía el gobierno de Vietnam, que se proponía elevarla a símbolo de la guerra, lo que le supuso un dolor espiritual añadido al físico. Y se hizo muy rencorosa.
Fue por entonces cuando, en una biblioteca de Saigón, dio con una Biblia. Y algo empezó a cambiar en su mente y en su corazón, porque, con su lectura, iba hallando las respuestas que, desde hacía años, demandaba. Y he aquí la pregunta que la asaltaba incesantemente y que la afligía sobremanera: «¿Por qué a mí?».
Mas lo que sucedía en realidad era que se estaba encontrando con Cristo, quien con su luz iba esclareciendo, poco a poco, las oscuridades que la entenebrecían por dentro y disipaba con su amor los miedos que la atenazaban.
«Mi tragedia, desde la guerra hasta la pérdida de la libertad, me llevó hasta Jesús». ¿Frágil la niña quemada, desnuda, avergonzada y utilizada? En absoluto. Es el paradigma de la antifragilidad de la que habla el ensayista libanés Nassim Nicholas Taleb. Supo extraer toda la energía que se contenía en cada una de sus heridas corporales y espirituales. Esas de las que nadie diría que se pueda sacar algo bueno.
Kim lo logró. Y fue capaz de perdonar, porque ella, que llegó a odiar a quienes le habían hecho trizas la vida, se sintió perdonada. «Tenía tanto odio en el corazón que era como una taza llena de café denso y amargo. He debido ir vaciándolo día a día y de manera constante. Hubo momentos en los que me parecía dificilísimo conseguirlo, pero pude por misericordia y gracia de Dios».
En el corazón de Cristo halló la fuente del amor. «Dios me ha hecho capaz de perdonar, no de tolerar el mal que me hicieron. Y he aprendido a incorporar sus nombres, uno a uno, en mis oraciones y me he dado cuenta de que no existe nada más grande que eso».
Y así, cuando, en 1999, se encontró con uno de los soldados americanos que habían bombardeado el poblado de Trang Bang en 1972, alcohólico desde entonces, porque no podía soportar el peso de la culpa, Kim le dijo: «Te perdono». Al fin y al cabo, pensó, también él era una víctima de la guerra. Y allí nació una amistad que fue en aumento, porque ambos hicieron lo posible por seguir cultivándola en adelante.
Kim se fue a vivir a Cuba, en donde asistió a la universidad, aprendió español y conoció a su marido. Durante la luna de miel, en una escala aérea en Canadá, escaparon del avión, pidieron asilo político y se quedaron a vivir en ese país, en donde han creado una familia. Publicó un libro, “Fire Road”, en el que cuenta cómo repercutió en su vida lo que aconteció, hace cincuenta años, en el poblado de Trang Bang, y se ha hecho misionera del perdón:
«El perdón me liberó del odio. Todavía tengo muchas cicatrices en el cuerpo y aún siento fuertes dolores la mayoría de los días, pero mi corazón está limpio. El napalm es muy poderoso, pero la fe, el perdón y el amor tienen mucho más poder. Si todos aprendiésemos a vivir con verdadero amor, con esperanza y con perdón, no habría más guerras. Y si esa pequeña niña de la foto ha sido capaz de hacerlo, pregúntate tú: ¿Puedo yo?», declaró Kim a un periodista que le hizo una entrevista para una revista.
Y ante ese testimonio de regeneración, tanto corporal como espiritual, no cabe pasar de largo como si nada, sin detenerse, al menos unos instantes, a reflexionar sobre la interpelación con la que ¿tal vez la niña del napalm nos pone en evidencia? Porque, de verdad, ¿puedo? ¿puedes?
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