Celebramos ya el III domingo de Pascua en que nos seguimos felicitando, alegrando y festejando que Cristo no es pasado, sino presente y futuro. Él vive: ¡ha resucitado! Ahora nos toca a nosotros dar el paso de salir de nuestras oscuridades y sepulcros en las que nos hemos instalado. Y hoy tenemos dos modelos especiales en este día primero del mes de mayo: el de San José obrero, honrado y prudente; ideal de todo trabajador; y, como no, el de su Santísima esposa la Virgen María, a quien dedicamos los cristianos de forma especialísima todo este mes de mayo. Que María y José nos lleven al encuentro del Resucitado.
Igualmente, partir de los textos proclamados este domingo, compartimos tres ideas que puedan ayudarnos a hacer nuestra su Palabra para saber llevarla a nuestras vidas:
1- Vivir unidos en espera del Paráclito
La primera lectura del Libro de los Hechos, nos presenta ya de entrada el malestar de las autoridades religiosas al crecer el número de los creyentes ante la predicación imparable de los discípulos, y las obras que en nombre de Jesucristo vivo hacían a la vista de todos. Por ello, una vez más se ven obligados a dar explicaciones ante una nueva llamada al orden en la que se les recuerda que se les había prohibido ''formalmente enseñar en nombre de ése''. ¿Y cuál es la respuesta de los interrogados?: su solemne confesión de fe en el Sanedrín: ''El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero''. No sólo afirman tajantemente la resurrección, sino que al mismo tiempo les recuerdan que ''ése'' que ahora les da dolores de cabeza, que les quita fieles y les hace tambalear sus cómodos puestos, no es otro que el que estaba muerto y ha vuelto a la vida, pero no un muerto sin más, sino ''el que vosotros matasteis''.
Cómo nos cuesta a nosotros testimoniar en nuestra vida cotidiana que Cristo vive, teniendo miedo a que nos humillen; y, sin embargo, ahí tenemos lo que nos ha dicho la lectura sobre lo que sintieron los apóstoles por aquel apuro que pasaron ante el interrogatorio del Sanedrín, donde podrían condenarlos a muerte: estaban ''contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús''.
Este texto nos recuerda a la vez unos trazos inherentes a nuestro ser cristiano: vivir en comunidad y abiertos al Espíritu. No vale decir que uno es cristiano y vivir escondido en su casa limitando su vida espiritual a ver las celebraciones por los medios de comunicación; eso es una ayuda para los que quieren y no pueden venir, o su salud o edad se lo impide. Pero una persona qué, pudiendo, se queda el domingo en su casa sin acudir a la eucaristía por comodidad, pereza u otro motivo, se identifica así como una persona que no es de Cristo, pues sólo nuestra fe podrá vivir y crecer siendo compartida en comunidad. Faltar a la misa dominical, además de un pecado grave -como nos recuerda el catecismo- es un menosprecio a tantos seguidores valientes de Jesucristo que prefirieron morir antes que dejar de testimoniarle y asistir a su comunidad para compartir su Palabra y el pan de la eternidad. Cantamos: ''todos unidos formando un sólo cuerpo, un pueblo que en la Pascua nació'': ¿nos hemos detenido a pensar si cada uno de nosotros favorece realmente que seamos "un sólo cuerpo", y que seamos cada día una misma comunidad más unida?... La tentación más común cuando vienen mal dadas, es tirar la toalla y correr cada uno para su casa, pero nosotros hemos de huir de esas tentaciones que vienen del maligno que busca siempre precisamente que hagamos eso. No gano yo y pierden los demás, sino que gana el mal y perdemos todos. El otro rasgo es vivir abiertos al Espíritu: en esta cincuentena estamos haciendo un camino que concluirá en Pentecostés, la Pascua del Espíritu; por ello, hemos de tener muy presente en este tiempo a la tercera persona de la Santísima Trinidad que tanto necesitamos en nuestra vida. Los discípulos, sobre la resurrección manifestaban: ''Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen''. Pidámosle al Señor la gracia de vivir siempre con docilidad al soplo de su Espíritu.
2- Saboreando el cielo en la tierra
La segunda lectura -como nos ocurre siempre con los pasajes del Apocalipsis- nos suena demasiado enigmática, pero hemos de saber acercarnos a estos relatos, pues es mucho lo que nos trasmiten a través de su terminología metafórica. La liturgia de exequias -si os fijáis- se apoya mucho en textos del Apocalipsis; no sólo con los propios contenidos, sino en las mismas oraciones y preces. Hablamos de la Jerusalén celeste, de la tierra nueva; pedimos que el difunto participe de la liturgia del cielo... Esto es lo que nos presenta y recuerda esta lectura, que la liturgia de Pascual quiere ser un saborear ya aquí en la tierra lo que anhelamos poder disfrutar en su totalidad algún día en la gloria. Es evidente que hablar de Apocalipsis es hablar de futuro, por tanto, no hay mejor libro de la Biblia en que apoyarnos para meditar la Pascua del Señor, sino nuestra propia Pascua. Hoy se nos presenta la segunda visión que Juan tiene en Patmos, en la que el autor nos habla de ángeles alrededor del trono, ensalzando con voz potente... El evangelista nos introduce con esta visión en el llamado santuario celeste, que no es tanto un lugar físico ni geográfico, sino más bien, una fuerte experiencia de la divinidad y por ende de la salvación.
Aquellos coros celestiales gritaban: ''Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría...'' Ese Cordero degollado que para nosotros representa a Cristo resucitado, es una imagen central del Apocalipsis que nos acompañará en la lectura de la palabra de este tiempo: ¿Qué estaba viendo Juan?.. A Cristo triunfante, centro de todo el poder, fuente de la vida en plena... A veces hay personas que no comprenden para qué hacemos tantos gestos en los funerales, que visto por una persona sin fe sólo sirve para echar más tiempo, pero cada uno de los gestos: el cirio encendido, el incienso, el agua bendita... Todo el conjunto no deja de ser un tratar de acercarnos a lo que está más allá, a esa liturgia del cosmos que San Juan nos describe, el cual no es otra cosa que el misterio pascual que nuestra fe celebra y actualiza en nuestro peregrinar terrenal hasta que lleguemos a esa liturgia celeste, mil veces mejor que lo que aquí podamos celebrar.
3- Reconocerle para una triple declaración de amor
Si la muerte de Cristo fue un morir por amor, no dudemos que la Resurrección sólo la podremos entender única y exclusivamente desde el prisma igualmente del amor. En este evangelio Jesús ya no se aparece en el entorno de Jerusalén con las emociones recientes de aquella Pascua en la Ciudad Santa, sino que aquí nos dice el evangelista: ''se apareció otra vez junto al lago de Tiberíades''. Parece como si fuera un volver a empezar, al origen; una nueva llamada junto a la orilla... Y en este evangelio de hoy tiene un papel destacadísimo San Pedro. Parece como la oportunidad "ad hoc" para que el Apóstol pueda arreglar lo que había estropeado y embellecer lo afeado. Aquel Pedro cobarde aquí parece otro, pues al asentir el discípulo amado: ''es el Señor'', Simón Pedro no lo piensa un segundo y se lanza al agua. Es lo que hacemos cuando estamos bien seguros de algo, lanzarnos en plancha como Pedro. Nuevamente en la orilla, el Resucitado pide que traiga algo de lo que han pescado, y allá va veloz Simón Pedro a la barca por ello. Y cuando terminan de almorzar el Señor interroga a Pedro preguntándole lo mismo que nos pregunta a nosotros este domingo: ¿me amas?. Pero Jesús no se lo pregunta una vez, sino tres veces; Pedro, que tres veces le había negado, por tres veces ahora le declaraba su amor al Maestro: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». El llamado no es otra cosa que alguien amado por Él, así nosotros nos sentimos también hoy llamados y enviados.
No es fácil, insistimos en que Cristo Resucitado nos llama a vivir en su luz, pero parece que es como quien oye una misma canción. Dar este salto parece pequeño, pero es muy grande; no perdamos de vista que a los primeros que les costó fue a sus propios apóstoles que ni entendían antes ni después. Si nos fijamos, en la mayoría de los evangelios de este tiempo pascual ocurre lo mismo: les cuesta reconocerle, caer en la cuenta de que es Jesucristo vivo y triunfador. Un proceso de conversión no se da sin más, por eso hemos de pedirle al Señor en la oración: aumenta mi fe, que pueda resucitar de mis costumbres, acomodos o miedos; que sepa reconocerte como el vencedor del sepulcro que camina a mi lado... Ojalá sepamos verle y reconocerle vivo en nuestro entorno, de forma que nuestro corazón y boca proclame: ''Es el Señor''...
No hay comentarios:
Publicar un comentario