(Atlántico) Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Así confiesa Pedro su fe en Jesús. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Adónde ir?, ¿cómo orientarnos en medio de la fragmentación que caracteriza el espacio cultural en el que estamos inmersos?, ¿en qué lugar encontrar una palabra que salve la vida?. Como Pedro, hallaremos la respuesta depositando nuestra confianza en Jesús, descansando en él. Es lo que el mismo Jesús nos dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas”.
Quien nos invita a ir hacia él es quien, previamente, ha venido a nosotros. Son muchos los que buscan el sentido de su vida; quienes desean saber qué cosas verdaderamente tienen peso; qué merece la pena; cuál es nuestro fin. Las religiones y las filosofías testimonian la persistencia de estos anhelos, más o menos sofocados por la incitación a satisfacer de modo inmediato los caprichos de una voluntad encerrada tantas veces en la burbuja del propio yo.
La singularidad del cristianismo hace concreta la afirmación de que “Dios no está lejos de ninguno de nosotros”. Dios se aproxima en su “darse”, en su revelación, en su advenimiento; en su encarnación. Dios se comunica tal como es: se desvela como misterio que interpela al hombre, como amor entregado. Es esta inaudita cercanía la que hace posible caminar hacia él para encontrar descanso.
En la encarnación del Hijo de Dios, encuentra su fundamento la correspondencia de amor al corazón de Cristo. La divinidad se expresa en la humanidad de Jesús, se muestra “como” la humanidad de Jesús. Lo invisible se hace visible en la exterioridad de su cuerpo, en el símbolo universalmente concreto de su corazón.
No hace falta reducir a explicación conceptual lo que, en el símbolo, puede ser captado de un modo mucho más humano, abarcando la inteligencia, los sentidos, los afectos y la imaginación. Dios es Jesús. El omnipotente es el Dios “abreviado” de Belén y de Nazaret, de la agonía del huerto y del Calvario. En la cruz, el corazón de Cristo se desgarra. Su corazón ha llegado hasta más allá del extremo. Su corazón se para, se sumerge, sostenido solo por la divinidad, en la distancia infinita de los muertos. Deja de latir el corazón del Príncipe de la vida.
Jesús muere y está muerto para rescatar los corazones muertos, endurecidos, secos, que hacen del mundo un calvario y un infierno. Es el suyo el corazón que, como el grano de trigo, cae en tierra y muere para dar mucho fruto. Desde la lejanía inimaginable de los corazones secos, emerge la vida. La luz de la resurrección no borra las tinieblas, no cancela su influjo en la historia, sino que las supera con el fulgor del Viviente.
Jesús nos da la posibilidad de que nuestro corazón sea semejante al suyo, de que nuestro amor prolongue su amor: “también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros”. Las personas de buena voluntad son servidoras de esta proximidad cordial de Dios.
Hans Urs von Balthasar escribió que “lo bello retornará solo cuando entre la salvación trascendente, teológica, y el mundo perdido en el positivismo y en la frialdad despiadada, la fuerza del corazón cristiano sea tan grande para experimentar el cosmos como revelación de un abismo de gracia y de incomprensible amor absoluto”.
Algo así sugirió san Juan Enrique Newman con su inspirador lema “El corazón habla al corazón”. En esa íntima comunión con el corazón de Jesús queremos entrar para encontrar el peso de lo auténtico y el fin de una vida lograda, que no pierda el alma. Nada es más humano que el corazón de Cristo. En Cristo, “la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual”, dice el Concilio Vaticano II. El Sagrado Corazón nos recuerda la dignidad de cada hombre, tantas veces preterida por los intereses del poder y de la confusión.
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