Nos encontramos en un Domingo especial, el IV de Pascua, popularmente denominado como el "domingo del Buen Pastor". Es una jornada para orar y dar gracias, para adentrarnos en la figura de Cristo Resucitado verdadero y único pastor de nuestras almas; modelo de todo pastor y referente de cualquier pastoral. Cuántas veces nos sentimos necesitados en nuestra vida una palabra de aliento, una caricia que nos levante de un tropiezo... Esto es lo que somos: ''su pueblo y ovejas de su rebaño''. A nadie nos gusta que nos corrijan, hoy menos aún; parece que no hace falta que nadie nos acompañe, nos señale el camino y nos salve, pero lo ciertamente lo necesitamos. A la luz de las lecturas de este día os propongo tres ideas:
1-Nunca secuestremos la gracia de Dios
La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles nos presenta los problemas que Pablo y Bernabé se encontraron en Antioquía donde los judíos les insultaron, nos dice el texto, movidos por la envidia. Ante lo que ellos les replicaron con esa afirmación que es toda una declaración de intenciones de San Pablo: ''Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles''... No olvidemos que era el pueblo judío el que esperaba desde hacía siglos a su Mesías y, llegada la hora de la verdad, se convirtieron en los principales opositores haciendo verdad las palabras del profeta: ''vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron''. Por esta razón, se da un salto cualitativo en el anuncio del Evangelio que muchos consideraban restringido tan sólo al pueblo de Israel. San Pablo tiene perfectamente claro que no hay fronteras para anunciar a Cristo, por ello centrará su predicación en los paganos para escándalo de no pocos. Utilizando las palabras del Papa Francisco, podríamos afirmar que Pablo apuesta por aquellos que parecían descartados del Kerigma, por aquellos que en la mente de muchos estaban en las antípodas o en las periferias de merecer ser destinatarios de la predicación. Hay una santa ruptura aquí; ya no es un sector de judíos que los tienen por Mesías al nazareno, ahora creen en Él hombres y mujeres de toda raza, pueblo y lengua. Y es que no podemos olvidar la importancia de esta ciudad de Antioquía donde se empezó a llamar a los seguidores de Jesús ''cristianos'', como discípulos de Cristo; un nombre nuevo para una nueva realidad nueva a la que se abría la Iglesia primitiva. Alegría fue lo que provocó entre los gentiles saber que ellos no estaban excluidos de la vida eterna, sino que tenían los mismos derechos que los judíos. Fue un episodio hermoso que por desgracia puso en riesgo las vidas de Pablo, Bernabé y sus seguidores, los cuales tuvieron que huir al levantarse una fuerte persecución en la comarca contra ellos. Pero, ¿qué hay que temer cuando Dios está con uno? ¿Cuándo pueden quitarte esta vida pero no tienen armas ni poder alguno para decidir sobre la vida eterna?. Esta Iglesia de los comienzos: vivía abierta a la gracia y así querían que se viviera, por ello los apóstoles insistían en su predicación: ''exhortándolos a ser fieles a la gracia de Dios''. No somos marionetas en manos de Dios, sino que vivimos la libertad de ser sus hijos por el Espíritu que hemos recibido. Ojalá nunca secuestremos la gracia que se nos ha dado.
2-La unidad de hoy frente a la unidad del mañana
Continuando la lectura del Apocalipsis, nos encontramos con este emotivo pasaje: nuevamente una simbología que nos evoca la liturgia del cielo, esa en la que anhelamos participar algún día donde no se hará ante un altar de piedra o madera, sino ante el mismísimo Jesucristo que es en sí mismo el único sacerdote, altar y víctima. Siguiendo la línea de la primera lectura, aquí no encontramos diferencias entre judíos o no judíos, sino como nos dice el autor y ya anticipamos: ''de toda nación, raza, pueblo y lengua''; es decir, de todos los pueblos haciendo un único pueblo: El Pueblo de Dios; su Iglesia. Si algo nos cuesta a los seres humanos es vivir unidos. Si nos paramos a pensar, ni ser del mismo país, de la misma religión, del mismo signo político, del mismo barrio, de la misma parroquia, del mismo edificio, o incluso de la misma familia es garantía de unidad, sino que la victoria del diablo -el que separa y divide- abarca tristemente muchas realidades que deberían ser más nexo de unión que motivo de discordia. Si los cristianos estamos llamados a esforzarnos a vivir cada día la unidad entre los de nuestra sangre, nuestros vecinos, los de nuestra comunidad parroquial, etc, es precisamente porque hemos de manifestar nuestra fe con obras y testimonio. Como testigos del Resucitado hemos de ejercer en nuestra sociedad como fermento de unidad, de manera que podamos vivir en nuestro entorno de forma humilde aquello que esperamos algún día degustar: la asamblea de los Hijos de Dios donde ya no habrá razas, naciones, lenguas ni pueblos; donde todos seremos única y exclusivamente de Cristo. Ya no habrá causas personales, ni egos ni problemas, ya que allí "no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor". Y nos dice más San Juan, de forma especial para tantos que se afanan en buscar la justicia por su cuenta pensando que a Dios se le escapan las cruces diarias que cargamos los que preferimos llevarlas en el silencio resignado: ¡nada de eso! Allí enjugará el Señor las lágrimas de nuestros ojos, ya no habrá más hambre ni más sed, ya que el que bebe de la fuente de agua del Señor nunca más se sentirá sediento de nada. Qué gran evocación pascual este texto que nos anima a seguir gastándonos por el anuncio del Reino; no caerá en saco roto lo que hayamos trabajado por dar a conocer en nuestro mundo su victoria.
3-No hay más Pastor que Cristo
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