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martes, 19 de abril de 2022

Carta semanal del Sr. Arzobispo

Luz mañanera de una pascua bendita

Hemos concluido estos días donde nos metimos de bruces en el corazón de la liturgia cristiana, en la semana más santa de todo el año. La pascua ha llegado una vez más. El desenlace sufriente de Jesús en su entrega a la muerte por nuestra salvación, no concluye en un sepulcro maldito donde fue sepultado el más santo. Aquella oquedad a la sombra del Calvario no fue el tanatorio que sumió en el silencio y soledad más terribles a quien trayéndonos la Vida quedaría preso de la muerte fatal.

Hemos seguido al Señor en estos trances últimos de su vida terrena. Desde Ramos hasta el Gólgota ¡cuántos envites y cuántos embates! ¡cuántos ir de aquí para allá unos y otros siendo imposible parar lo que no aceptaba ninguna pausa! Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo… ¡qué triduo para una pascua en un trasiego de ofrenda!

En el día de Pascua, reconocemos ese gesto con toda su hondura como han hecho los santos: que la pasión de Cristo que empezó en el Huerto no termina con el mortal estertor. No es el llanto desesperado ni un beso de traición lo que acaba con la historia de salvación que el Señor nos contó con su vida, sino lágrimas agradecidas y un beso tan lleno de inocente amor.

Ayer por la noche nuestras iglesias se fueron poco a poco iluminando con la luz solitaria del cirio pascual, que como proa de la humilde barca de la Iglesia se iba adentrando en la espesura de una tremenda oscuridad. Pero ante la invitación del cantor de dar gracias por la luz de Cristo, fuimos compartiendo más y más esa llama bendita nacida del hermano fuego. Unas brasas bendecidas eran rescoldo de una lumbre que alumbraba y daba calor. Como si en el hondón de una caverna de lo peor, esa luz con su fuego fuera disipando lo que de frío y negrura acompaña siempre la tragedia de la muerte. El cirio pascual se hizo paso, y nosotros tomamos de su llama un regalo inmerecido que compartíamos como hermanos.

No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Tampoco Jesús maldijo nada, sino que propuso el cristianismo. Sencillamente pusimos en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos daba calor y luminaria. Poco a poco la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, y la vida tomaba de nuevo un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color.

Hicimos lo que hacemos en este día, y lo que haremos durante toda la octava pascual: cantar, sí, cantar nuestro mejor aleluya porque el Señor resucitó. La muerte no tiene la palabra última ni es nuestra postrera mordaza. No nos basta un momento, ni siquiera un día. Necesitamos ocho días de una octava para cantar agradecidos el aleluya con toda el alma. Ocho días porque añade uno a los siete de la primera creación, porque en el octavo día se renace al primer nacimiento que murió.

El paso, la pascua, de una muerte a la vida, es lo que celebramos los cristianos. No termina tanto gozo en el domingo de resurrección, sino que precisamente empieza, o mejor dicho, nunca terminó. Habría que decir que frente a quienes conciben la semana santa simplemente como unos días de descanso y vacación que concluyen con la temida operación retorno tras la ya olvidada operación salida, nosotros no debemos regresar de lo que en estos días hemos visto y oído, sino permanecer ahí como testigos gozosos de la vida y la luz resucitada, en medio de un mundo cotidiano que sufre en demasiadas muertes y tinieblas. Ser ahí luminarias vivas de una luz que no se apaga, acercando su lumbre a quienes a nuestro lado más necesitan de la claridad y la calidez. Es pascua florida, que transforma nuestros valles de lágrimas y destrucción en verjeles de esperanza y alegría.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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