Es costumbre que, en los días de la Semana Santa, las cadenas de televisión repongan películas ya muchas veces vistas sobre la vida de Jesús o de algunas figuras de la Biblia, del cristianismo primitivo o del santoral de la Iglesia.
La Semana Santa es, en efecto, un período de tiempo propicio para las evocaciones de historias particulares que o bien han fungido de preparación o bien han secundado la que ha sido denominada «la historia más grande jamás contada»: la de Jesús de Nazaret, que nació en Belén, vivió en Nazaret, predicó en las ciudades que se hallaban, en el siglo I, no lejos de Cafarnaún, y murió, resucitó y subió al cielo en Jerusalén.
La riquísima imaginería artística creada en los países tradicionalmente católicos para visibilizar lo acontecido en torno al nacimiento y a la muerte de Cristo constituyen la más elocuente expresión de la naturaleza esencialmente histórica del cristianismo.
Y las multitudinarias manifestaciones de piedad que, en estos días, han colmado las calles de las ciudades y pueblos de España en conmemoración de la cena última, la oración en el huerto, el apresamiento, la cárcel, el juicio, la sentencia condenatoria, el vía crucis y la crucifixión de Jesús, muestran hasta qué niveles de profundidad humana logra penetrar, año tras año, esta sucesión de acontecimientos que los evangelios refieren sucintamente.
No existe, en la historia, un proceso judicial equiparable al del Nazareno. Y eso que los ha habido importantes. Fue asombrosamente rápido y breve. E inolvidable. Hasta el punto de que el primer anuncio cristiano comenzaba, como se lee en una de las cartas del apóstol san Pablo, con estas palabras: Cristo murió por nuestros pecados.
No porque fuese la consecuencia de una vida que, por la coherencia de sus convicciones éticas, concluyó en un fatídico final, sino para se cumpliese lo que predecían las Escrituras. «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente», les explicaba Jesús a los apóstoles. Todo estaba previsto en los designios de Dios.
Pero el relato era demasiado escueto y los que lo escuchaban querían saber más. Y así nacieron los evangelios. Martin Kähler, un estudioso, en el siglo XIX y principios del XX, de la Biblia, sostenía que un evangelio es un relato de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo precedido de una amplia introducción, tejida con los hechos y dichos más relevantes de su vida.
Así que, en la forma actual de los evangelios, lo más antiguo en cuanto a la preeminencia teológica y disposición literaria de los evangelios es aquello que se encuentra al final: la pasión, la muerte, la colocación en el sepulcro, la resurrección y las apariciones a los discípulos.
Ahora bien, si, en los primeros días del cristianismo, el núcleo del anuncio consistía en hacer saber primeramente a los oyentes que Cristo había padecido, muerto y sido sepultado para redimirlos de sus pecados, venía a continuación la referencia al testimonio de aquellos a quienes se les había aparecido resucitado, infundiéndoles valor, fuerza, alegría y esperanza.
Y la certeza de que, por la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, emprender una nueva vida, libre de las ataduras del pasado, reiniciada desde el ya lejano punto cero, no es algo imposible. Una vida absolutamente nueva. Aunque la que se hubiese llevado anteriormente fuera del estilo más abyecto que quepa imaginar. Y quien haya experimentado este tránsito pascual en su propia existencia personal no podrá contenerse sin salir a la calle, en la Semana Santa y siempre, para pregonarlo ante todo el mundo con pasión.
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