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jueves, 24 de marzo de 2022

Mensaje para la Jornada por la Vida 2022

«ACOGER Y CUIDAR LA VIDA, DON DE DIOS». 

En la solemnidad de la Anunciación del Señor toda la Iglesia es convocada a celebrar el misterio más excelso de nuestra fe, la encarnación del Hijo de Dios y, unido a dicho misterio, a celebrar una Jornada por la Vida.

Entrar en este misterio del Verbo encarnado nos lleva a tomar conciencia del gran amor del Padre que «tanto amó al mundo que entregó a su Unigénito» (Jn 3, 16) para salvarnos. Si Dios envía a su Hijo es porque ama al hombre, ama la vida de los hombres, a los que ha destinado a ser sus hijos y alcanzar la santidad (cf. Ef 1, 4-5). En efecto, Dios es la fuente del ser y de la vida, que por amor creó al ser humano a su imagen y semejanza (cf. Gen 1, 27) y que ahora, viniendo al mundo, quiere alumbrar al hombre, comunicarle la nueva vida de la gracia (cf. Jn 1, 4. 9). Sin embargo, no quiso Dios restaurar la vida del hombre herida por el pecado sin contar con la colaboración humana. Así, en esta solemnidad de la Anunciación celebramos que el «sí» de la Virgen María se ha convertido en la puerta que nos ha abierto todos los tesoros de la redención.

En este sentido acoger la vida humana es el comienzo de la salvación, porque supone acoger el primer don de Dios, fundamento de todos los dones de la salvación; de ahí el empeño de la Iglesia en defender el don de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, puesto que cada vida es un don de Dios y está llamada a alcanzar la plenitud del amor. Acoger y cuidar cada vida, especialmente en los momentos en los que la persona es más vulnerable, se convierte así en signo de apertura a todos los dones de Dios y testimonio de humanidad; lo que implica también custodiar la dignidad de la vida humana, luchando por erradicar situaciones en las que es puesta en riesgo: esclavitud, trata, cárceles inhumanas, guerras, delincuencia, maltrato.

Hoy más que nunca, en nuestra sociedad, los cristianos debemos ser testigos del Evangelio de la vida, defendiendo el derecho fundamental a la vida con el propio ejemplo, promoviendo leyes justas que salvaguarden la vida y buscando educar a las generaciones más jóvenes como personas íntegras que construyan una sociedad verdaderamente humana, a la luz de Dios que ama al hombre y por amor lo creó.

1. El cristiano, centinela del Evangelio de la vida

Nos encontramos en una sociedad en la que no solo se permite jurídicamente la eliminación de la vida considerada menos digna según criterios económicos o utilitarios, sino que se promueve su eliminación con razones en las que se alega «humanidad», razones que muchas veces son aceptadas desde el emotivismo. Lo cierto es que acabar con una vida humana es lo más contrario a la verdadera humanidad.

En esta situación, una auténtica sociedad progresista y humana está llamada a acoger y cuidar la vida, toda vida humana, especialmente la que se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad, como es el caso de los concebidos no nacidos o de los más enfermos o ancianos. Para ello, todo cristiano debe redescubrir la invitación que Dios nos hace a proteger la vida, defendiendo y promoviendo leyes justas que custodien la vida humana. El cristiano es de este modo «centinela» del Evangelio de la vida, porque es testigo de la belleza de la vida, don de Dios, y porque vigila para salvaguardarla de cualquier atentado o manipulación.

El papa Francisco recientemente nos alertaba del invierno demográfico, que es otro aspecto que tiene mucho que ver con la acogida de la vida, e invitaba a los esposos a ser generosos en este sentido diciéndoles que «quien vive en el mundo y se casa debe pensar en tener hijos, en dar la vida, porque serán ellos los que les cerrarán los ojos, los que pensarán en su futuro. Y, si no podéis tener hijos, pensad en la adopción. Es un riesgo, sí: tener un hijo siempre es un riesgo, tanto si es natural como si es por adopción. Pero es más arriesgado no tenerlos» (papa Francisco, Audiencia general, 5 de enero de 2022).

Por otra parte, ser centinela del Evangelio de la vida implica también tomar conciencia de la necesidad de formarnos y de formar a las generaciones más jóvenes para conocer y comprender la verdad del hombre, creado por Dios, llamado a amar y ser amado en plenitud. De ahí la importancia de una correcta formación de la afectividad y la sexualidad, como elementos constitutivos del ser humano que definen su identidad (cf. CCE, nn. 2331-2336).

En este sentido dice el papa Francisco en el número 280 de Amoris lætitia: «Es difícil pensar la educación sexual en una época en que la sexualidad tiende a banalizarse y a empobrecerse. Solo podría entenderse en el marco de una educación para el amor, para la donación mutua». Esta educación debe ayudar a que nuestros jóvenes comprendan cómo el varón y la mujer, en el marco de la unión matrimonial estable y plena, están llamados a colaborar con Dios en la transmisión de la vida humana, en su acogida, cuidado y educación.

2. María, modelo de acogida y cuidado del don de Dios

Todo cristiano está llamado a vivir el Evangelio de la vida y a ser así testigo del amor y constructor de una sociedad más humana; sin embargo, muchas veces experimentamos la duda y la propia debilidad. Necesitamos entonces de «centinelas» que nos ayuden a vivir nuestra vocación a la vida y vida eterna.

En la solemnidad de la Anunciación volvamos la mirada del corazón a la Virgen María, aquella que supo acoger y cuidar el que es la vida y la luz del mundo que viene para llevar a plenitud los deseos más profundos del ser humano. En ella contemplamos una acogida incondicional de la vida. Ella engendró al Verbo eterno de Dios por obra del Espíritu Santo, «lo esperó con inefable amor de Madre» (cf. Prefacio II de Adviento) y lo dio a luz en una situación nada fácil, «lo recostó en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 7), como nos refiere el evangelio. Ella, junto a san José, alimentó la vida de Jesús en su infancia y la defendió ante el peligro de la persecución experimentando también el destierro. En el hogar de Nazaret Jesús creció y aprendió (cf. Lc 2, 40; 2, 52). También nos muestra el Evangelio cómo María tuvo que padecer la angustia ante el Hijo que se quedó en el templo (cf. Lc 2, 41ss) o también cómo padeció junto al Hijo en la cruz, acogiendo la suprema donación del que se entregó por nosotros hasta la muerte para darnos vida eterna. Se convirtió así en mujer que acompaña la vida del que sufre en la esperanza de la victoria de la resurrección y modelo de todo aquel que cuida de los hermanos enfermos o en precariedad.

Por eso, acudamos espiritualmente en esta jornada a Nazaret, donde tuvo lugar la Anunciación, donde el Hijo de Dios se hizo carne y donde Jesús creció como hombre. Allí, también podemos nosotros volver a nacer y crecer y experimentar la sanación de nuestras almas. Allí estamos invitados a aprender de la Sagrada Familia a ser centinelas del Evangelio de la vida, defensores y testigos de esta Buena Noticia para el mundo y constructores de una sociedad verdaderamente humana, la «civilización del amor, el reino de Cristo en el mundo».

✠ José Mazuelos Pérez
Obispo de Canarias
Presidente de la Subcomisión Episcopal
para la Familia y la Defensa de la Vida

✠ Juan Antonio Reig Pla
Obispo de Alcalá de Henares

✠ Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón

✠ Santos Montoya Torres
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño

✠ Francisco Gil Hellín
Arzobispo emérito de Burgos

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