Es grande el edificio. Tiene una historia escondida en cada rincón de sus espacios, y las piedras guardan secretos de cuantos han pasado unos años inolvidables preparándose para algo soñado cada día como lo más hermoso que jamás habrían imaginado. Solemne como una antigua universidad donde los saberes rezumaban las aulas, los claustros y los largos pasillos, todavía encierra ese encanto donde los sueños se hicieron realidad llegando el tiempo propicio de anunciar y compartir cuanto allí se pudo aprender de tantas formas.
Tiempo atrás, ese edificio albergaba un número grande de jóvenes que con distinta edad se preparaban para el día de mañana donde poder ejercer esa bendita vocación: ser sacerdotes de Cristo, junto a la gente de pueblos y ciudades, en todos los tramos de edades y en cualquier escenario que la vida les pudiera deparar.
Cuando quienes fuimos formados en los seminarios en los años de nuestra mocedad regresamos a esta “alma mater” de nuestras andanzas de jóvenes adultos, se experimenta ese agradecimiento que también sienten los maestros, o los médicos, cuando tras años de ejercicio docente o sanitario, vuelven a esos rincones donde aprendieron sus lecciones que luego han venido ejerciendo con sus niños discentes o sus pacientes necesitados. También un sacerdote vuelve al Seminario con esa añoranza de un tiempo feliz en el que tantas cosas se aprendieron, junto a buenos profesores, buenos formadores y queridos compañeros. Por eso, al llegar el “día del Seminario”, uno echa a volar la nostalgia más sana que sabe agradecer lo mucho que se recibió en los años de la formación para la vocación recibida.
No se improvisa un cura, y su preciosa llamada ha de conjugarse con un sinfín de variantes que abrazan tantos factores de la vida. Porque no es simplemente una preparación intelectual donde estamos a la altura de los desafíos culturales que nos deparan nuestros días en un diálogo con un mundo tantas veces ajeno, cuando no hostil y beligerante, al hecho cristiano. Hemos de propiciar a nuestros jóvenes seminaristas ese bagaje cultural que les permita dialogar con verdadera pericia con una sociedad plural. Pero, además de la formación filosófica y teológica, hay que formar otros aspectos de su personalidad.
Cada seminarista viene de su mundo, donde el entorno familiar, social, económico, cultural, religioso y político, puede determinar su todavía joven biografía. Vienen con una edad, rezuman un contexto, han aprendido a respirar, a amar, a soñar, a rezar… de una determinada manera. Pero hay que acompañar todos los momentos en los que su vida se juega para bien de cuantos el Señor luego les confiará. Su libertad, su corazón, su entusiasmo, junto a la fe, la esperanza y la caridad, han de ser acompañados al lado de sus preguntas, sus miedos y dudas, para que poco a poco vaya emergiendo la certeza madura de poder responder ante Dios, ante la Iglesia y ante su conciencia, de esa llamada que consiste en decir el sí enamorado al Señor dando la vida por los hermanos que se les confiará en su ministerio el día de mañana. Por ellos rezamos y les sostenemos de tantas maneras.
Lágrimas que enjugar, gozos por los que brindar, horizontes que descubrir, heridas que vendar, debilidades que fortalecer, pecados que perdonar, la Buena Noticia que anunciar, dejando que sus labios nos susurren una Palabra de vida y prestando sus manos para que el Buen Pastor reparta su gracia. Esta es la hermosa tarea de nuestro Seminario, donde se forman veinticuatro jóvenes dispuestos a dar la vida
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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