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lunes, 7 de febrero de 2022

Acompañar. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

El próximo 11 de febrero, fiesta de la Virgen de Lourdes, se celebrará la 30.ª Jornada Mundial del Enfermo, con el lema «’Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso’ (Lucas 6,36). Acompañar en el sufrimiento».

En su Mensaje para la ocasión, el Papa cita esta frase del filósofo Emmanuel Lévinas: «El dolor aísla completamente y es de este aislamiento absoluto del que surge la llamada al otro, la invocación al otro».

Con ella, Francisco inicia su reflexión acerca del estado de soledad en el que se encuentran los enfermos y de la necesidad que tienen de los demás, de su cercanía, de sus atenciones y de su amor.

Y lo describe con estas palabras: «Cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el miedo crece, los interrogantes se multiplican; hallar respuesta a la pregunta sobre el sentido de todo lo que sucede es cada vez más urgente».

El ejemplo que pone, para ilustrar esta situación con una referencia próxima a todos, es el de los enfermos a causa del coronavirus, que han de estar necesariamente confinados en sus domicilios, separados de los suyos en unidades de cuidados intensivos o aislados en residencias para mayores.

Y es oportuna la alusión, porque, en efecto, el paciente de coronavirus precisa mucho de la ayuda afectuosa de los demás, pues, sea largo o breve el período de infección, ante una enfermedad de la que se saben aún pocas cosas, la persona contagiada no hace más que explorarse a sí misma para identificar los posibles síntomas y medir su extensión, sin estar seguro de nada.

En ese proceso resultan de gran ayuda las palabras alentadoras, que infundan serenidad, confianza y esperanza. Y las más eficaces son la que provienen del médico y de las personas más allegadas al enfermo.

Sin embargo, en este asunto, una suerte de diletantismo generalizado se ha impuesto desmesuradamente. Y entre lo que oyen por aquí y por allá, hay personas que no son capaces de contenerse y le formulan al convaleciente de coronavirus unas preguntas o le hacen unos comentarios que habrían de evitar, como, por ejemplo, éstos:

– Cuando, interesándose por su estado de salud, se le pregunta cómo se encuentra, y dice que bien, no es preciso añadir: «Pero ¿de verdad?».

– Y si vuelve a decir que bien, no se le lanza de nuevo el dardo: «Pues hay gente que …».

– No se le pregunta si le han quedado secuelas.

– Ni se le refiere el caso de gente conocida que sigue encontrándose mal, o que recayó, o que murió.

– Ni si sabe en dónde cogió el virus.

– Ni se lo pone en el aprieto de tener que dar explicaciones que no desea y no tiene por qué dar.

– Ni se le recuerda la cifra de fallecidos últimamente.

Nos hallamos en una situación global de salud pública completamente nueva, a la que habrá que saber adaptarse, en la que habrá que progresar en la mejora de las relaciones interpersonales y en la que, para empezar, habrá que aprender a saludarse, no diciendo lo que no se debe.

Epicuro decía que «vana es la palabra del filósofo que no sirve para curar algún sufrimiento del hombre» y la sentencia es aplicable a este caso, como al de cualquier otra enfermedad, ya que la palabra bien administrada posee un potencial curativo inmenso. El efecto balsámico que obra en el corazón angustiado, atemorizado, desanimado, es sensible, penetrante, vital.

Y cada vez que se profiere una palabra, hay que saber calibrar si va suficientemente impregnada de silencio y de aliento, y procurar seguir siempre la recomendación de san Pablo: «Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis que sea bueno, constructivo y oportuno; así hará bien a los que lo oyen».

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