La Epifanía del Señor es una solemnidad de origen oriental en la que su propio nombre nos recuerda que celebramos la manifestación de Dios. Festejamos que nace el Mesías, pero no en secreto, sino que su nacimiento se comunica "a todos los pueblos de la Tierra" para cambiar nuestras vidas y compartir esta suerte y nuestro gozo a los demás.
Hay un cierto riesgo reduccionista en este día, pues algunos limitan el contexto celebrativo al episodio de los Magos, cuando en realidad va más mucho allá de este momento. Para ser exactos, la Epifanía del Señor contempla en un sólo día tres escenas de la vida de Cristo: la adoración de los Magos, su bautismo en el Jordán y el milagro del agua convertida en vino en las bodas de Canaá. Si estamos atentos a los textos litúrgicos propios de la misa de este día, encontraremos varias referencias a estos momentos.
Visualizar estas etapas de la vida de Jesús nos ayuda a comprender mejor cómo el indefenso niño nacido en Belén es reconocido por tres sabios cuando aún balbuceaba, cómo en el bautismo en el Jordán los gentiles comprenden que están ante el Mesías y, finalmente, cómo en las bodas de Canaá Jesús obra con sus propias manos un prodigio para manifestarse como lo que es: el Hijo de Dios.
La antífona del "Benedictus" resume hoy hermosamente todo el simbolismo que encierra la Epifanía y sus tres momentos: ''Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque en el Jordán Cristo la purifica de sus pecados; los magos acuden con regalos a las bodas del rey y los invitados se alegran por el agua convertida en vino''.
Centrándonos, ahora sí, en la Adoración de los Magos, que en Occidente y en España de forma especial es el hecho más relevante, pues se enternece el corazón de los mayores ante el propio recuerdo infantil y la alegría e ilusión de los más pequeños contemporáneos. Pero, ¿qué significa en verdad que los Magos acudieran a Belén para adorar al Niño? El que estos sabios que encontraran al Salvador guiados por una estrella, nos verifica principalmente la manifestación de Dios al mundo, a nuestro mundo, y en la realidad de nuestra carne. Los Magos, fueran reyes o simples astrónomos; tres o cuatro, es algo finalmente irrelevante, pues lo importante es el hecho en sí.
Eran hombres de Dios -como dirá San León Magno- que dejan su hogar, su tierra y se ponen en marcha en un largo viaje sin seguridad ni certeza, sino movidos por su fe. Se fiaron del Señor, y Él les recompensó con su sonrisa desde la cuna. El representar a los tres magos de diferente edad y raza, es también un hermoso símil de lo que hemos cantado en el Salmo: ''Se postrarán ante ti Señor todos los pueblos de la tierra''. Al igual que los obsequios que le ofrecieron al niño Emmanuel: oro por ser Rey, incienso como Dios, y mirra por ser hombre.
Si el 25 de Diciembre nos deteníamos en la humanidad de Dios, y el 1 de enero celebrando la maternidad de María nos fijábamos en la divinidad del Niño, hoy toma especial importancia el hecho de la realeza de Cristo en esta fiesta popularmente llamante ''de los Santos Reyes''. No hablamos de Jesucristo Rey del Universo, al cual contemplamos en el árbol de la Cruz, sino de Cristo-Niño y Rey de los gentiles que reina desde un pobre establo. La adoración de los Magos supone el primer reconocimiento de la realeza de Jesús.
Es ésta una Solemnidad que nos invita a mirar más allá y a no dejarnos engañar por las apariencias, pues si los Magos supieron descubrir al Rey de reyes en una pobre familia en un pesebre, también nosotros debemos de saber ver hoy a Cristo vivo entre nosotros oculto bajo el pan y el vino de la eucaristía que ofrece al mundo su salvación.
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