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miércoles, 12 de enero de 2022

Grandes... Maravillas. Por Ramón Alonso Nieda

(lne) "Se nos fue Almudena Grandes (Grande en plural) y aquí quedan los pigmeos de cierta formación política que le niegan el título de hija predilecta de su ciudad natal", clamaba en esta sección el 17 de diciembre un indignado admirador de la finada, que califica a los que no comparten su rendida admiración de "pigmeos" y de "jauría de indeseables"; calificativos que dejan traslucir cierto mimetismo estilístico con la autora finada, adicta ella al improperio y al exabrupto destemplado. Ignoro si con el cambio de decisión de Gallardín Almeida se ha calmado el arrebato de este exaltado admirador.

Almudena Grandes ha muerto en olor de multitud. En cambio, la madre Maravillas necesita presentación: nació en Madrid en 1891 y a la muerte de su padre, el Marqués de Pidal, ingresó en un convento. Vivió clandestina con su comunidad en el Madrid del Frente Popular. Alma contemplativa, alcanzó las cimas de la mística mientras fundaba conventos y desplegaba una intensa actividad en beneficio de los desheredados de la periferia de la capital. Fue canonizada por Juan Pablo II. Para una información completa, "La madre Maravillas. Del palacio al convento", presentado por el autor, Álvaro Marañón, en un abarrotado Club Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA en mayo del 17 (Antonio Masip, incondicional de Almudena, figuraba en la presidencia).

El encuentro (o encontronazo) Grandes-Maravillas se produce cuando en 2008 se tramita la propuesta de dedicarle una placa a la religiosa en las dependencias del Congreso edificadas sobre el solar donde había nacido. La propuesta no prosperó, pero Almudena terció en la polémica con esta perla bruta: «¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos? En 1974, al morir en su cama, recordaría con placer inefable aquel intenso desprecio". ¿Placer inefable? Inefable es "lo que no se puede expresar" y Almudena lo expresa con desinhibido desparpajo, capaz de suscitar en el lector desprevenido la consabida "sonrisa vertical".

Violar monjas y castrar curas fueron rituales oficiados con frecuencia por los hoy denominados "defensores de la legalidad republicana". Abro al azar "La Iglesia en llamas", de J. Albertí: "Es especialmente cruento el caso del asesinato de tres hermanas de Riudarernes, Carme, Rosa y Magdalena Fradera, religiosas del Corazón de María, que en un bosque cerca de Lloret fueron violadas con troncos de árbol y con los cañones de las pistolas con las que las mataron antes de dejar sus cadáveres abandonados en la cuneta de la carretera». Parecido destino padeció sor Otilia, religiosa de Nembra, hija de minero. Joven y guapa, rechazó los avances del jefe de la milicia. Le dispararon al vientre para que conociera "los dolores de la maternidad". Agonizó largas horas abandonada en un descampado. Tenía 19 años.

Almudena Grandes no está sola en este infausto mester de proferir machadas. "Jóvenes bárbaros de hoy, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie", exhortaba Lerroux en 1906. Queipo de Llano en Radio Sevilla en el 36: "Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso, también a las mujeres de los rojos, que ahora, por fin, han conocido hombres de verdad y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará". Tres pronunciamientos (el de Almudena, el de Lerroux y el de Queipo) que, mírense por donde se miren y léanse como se lean, desprenden idéntico relente apologético de la violencia sexual en función de quien la padece y de quien la infiere. Es poco una calle para Almudena Grandes. Que le dediquen una avenida de tres carriles en la que comparta placa con Lerroux y Queipo. Y puesto que lo de desearles paz a los difuntos "es un anacronismo que ya hace muchísimos años que debería haberse desterrado", séanos permitido al menos desearle buen viaje.

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