(First Things)- Un concepto erróneo común sostiene que la «modernidad» temprana inventó al «individuo»: la idea de que cada persona es un alguien con una identidad única independiente de la familia, la tribu, el grupo racial o la nación. Y de esa idea de individualidad, se argumenta, surgieron los logros más distintivos de la civilización de Occidente. Esos logros (también se argumenta) están ahora amenazados por formas progresistas y conservadoras de colectivismo que amenazan la prerrogativa y la iniciativa individuales.
Es difícil no estar de acuerdo en que la modernidad, o la posmodernidad, o como quiera que se llame nuestro momento actual, es un desastre. Sin embargo, para arreglar ese desorden es necesario abrir la puerta de nuestra comprensión histórica y reconocer que el proyecto de civilización occidental tiene raíces más profundas que las que se alimentaron en la Florencia de los siglos XIV y XV y en otras ciudades-Estado del norte de Italia. Podemos aprender mucho sobre esas raíces más profundas gracias al historiador e intelectual británico Larry Siedentop, cuyo libro de 2014 Inventing the Individual argumenta de forma persuasiva que muchas de las ideas que ahora asociamos con «el individuo» comenzaron a tomar forma en los primeros seis siglos del primer milenio cristiano, mucho antes del Renacimiento italiano.
Antes del cristianismo, la inmortalidad era un concepto familiar: uno vivía en su familia. La resurrección de Jesús y la promesa de una «resurrección como la suya» (Rm 6,5) lo cambiaron todo, ya que el ser humano individual se convirtió en el lugar de la inmortalidad y, por consiguiente, en el portador de una dignidad única, personal e «individual».
Antes del cristianismo, el carácter fijo e inmutable de la desigualdad humana establecía la línea de fondo de todas las relaciones sociales. Gálatas 3,28 desafió eso cuando san Pablo enseñó que «No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». Este dictado paulino no solo supuso una nueva apreciación de la igualdad humana fundamental; también sentó las bases para una nueva comprensión de que la justicia debe reflejar la igualdad moral de todos, en lugar de inclinarse ante las desigualdades de riqueza, estatus social y poder.
No existiría el «individuo» ni la mejor civilización occidental si el cristianismo no hubiera redefinido el concepto de héroe. En la antigüedad precristiana, el heroísmo estaba reservado a los aristócratas astutos y ricos (pensemos en Odiseo). El cristianismo democratizó el heroísmo a través del testimonio de los mártires, entre los que se encontraban gente corriente, mujeres y esclavos. Además, ese testimonio encarnó una nueva forma de autoestima que es crucial para una comprensión adecuada del «individuo» como agente moral que puede reconocer las obligaciones y elegir libremente cumplirlas, incluso a un costo personal.
Los monasterios benedictinos de la mal llamada Edad Oscura aportaron a Occidente una primera experiencia de lo que hoy llamamos «asociaciones voluntarias» y un nuevo modelo de autoridad: un liderazgo elegido por sufragio universal en el seno de una comunidad responsable y capaz de entender sus necesidades y organizar sus asuntos. El monacato benedictino también dio un nuevo sentido al trabajo, que antes se consideraba servil y degradante. Por el contrario, los hijos de Benito y Escolástica aprendieron y enseñaron la dignidad del trabajo, lo vincularon a la oración (de ahí el lema benedictino Ora et Labora, «Reza y trabaja»), y sentaron las bases de una ética del trabajo que ha enriquecido enormemente el bienestar material de la humanidad.
Luego está la imponente figura de san Agustín. ¿Cómo puede alguien que haya leído Las Confesiones, la primera autobiografía verdadera, no encontrar en ellas una fuente del concepto moderno del individuo, por no mencionar un manantial de los hábitos de autoexamen y autocrítica esenciales para la ciencia y la democracia?
A estos puntos expuestos por el profesor Siedentop, permítanme añadir uno propio: ¿podría existir el concepto de «individuo» como portador de derechos «inalienables» (es decir, incorporados) si el cristianismo no hubiera reducido el tamaño del Estado al negarse a rendir culto a la autoridad estatal? Es cierto que hay un largo camino desde la diferenciación del Señor (en Mateo 22,15-21) entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios hasta el concepto occidental moderno de gobierno limitado por el consentimiento de los individuos responsables. Pero un paso crucial en ese camino se dio cuando Jesús, evitando una trampa tendida por sus adversarios, distinguió tajantemente entre el poder del Estado y la autoridad suprema de Dios. Si hay cosas de Dios que el César no puede reclamar, entonces el César no es Dios; y si el César no es Dios, el poder del César es, por definición, limitado. Al desacralizar el poder del Estado, el cristianismo ayudó a hacer posible la idea del Estado limitado, que no era una concepción inmaculada surgida de la mente de John Locke.
Volver a conectar con estas profundas raíces de la civilización occidental parece un paso importante para reparar lo que nos aflige actualmente como cultura y sociedad.
Publicado por George Weigel en First Things
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