Concluimos este bello tiempo litúrgico de la Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor, a partir de la cual retomaremos el Tiempo Ordinario. Si el pasado seis de enero contemplabamos la Epifanía con la Adoración de los Magos como manifestación del Señor a los pueblos gentiles, hoy nos detenemos ante esta segunda epifanía en la que Dios mismo se manifestará para decirnos que Cristo es ''su Hijo amado''. El martirologio romano apunta sobre esta celebración: ''las aguas son santificadas, el hombre es purificado y se alegra toda la tierra''. Es una jornada especial para dar gracias al Señor por nuestro bautismo, para volver nuestro pensamiento a esa "pila" en la que fuimos incorporados a Cristo y, recordar, tanto a los que nos llevaron ante ella como al ministro que vertió el agua bendita sobre nuestras cabezas.
Damos un salto de tres décadas, y aquel Jesús niño que con ternura mirábamos estos días, hoy lo vemos ya adulto a la vera del río Jordán. Y le miramos no como un hombre cualquiera, sino como el Cristo, el Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, tal y como nos ha dicho la segunda lectura tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles. Estas palabras que pronuncia San Pedro en esa brillante predicación es un compendio de lo que ha sido la Navidad: ''Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos''. Este elegido es la Palabra encarnada, Jesucristo mismo, la Buena Noticia que ha traído la alegría y la paz a su Pueblo y que los ángeles entonaron en Belén. Lo hemos cantado con el salmista, y es que el Señor como mejor bendice a su pueblo es precisamente con la paz. Pero San Pedro nos dice algo más, nos regala una definición brillante de cómo es el Dios de Jesucristo: ''Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea''. Aquí no cuentan nacionalidades, colores o posición social, sino "buscar la justicia" y "temer" (como reconocimiento reverencial) su Nombre.
Por último, el paralelismo exegético entre la primera lectura del profeta Isaías y el evangelio de San Lucas nos aporta muchos detalles para entender esta manifestación de Dios en el Jordán. Las palabras del Profeta se cumplen en Jesús: ''Mirad a mi Siervo,a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco''. En la primera Epifanía de Belén, Cristo tan sólo es un niño recién nacido; ahora es Dios mismo quien pronuncia sobre su Hijo y ante testigos su palabra: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Jesús deja atrás la Galilea de su vida oculta para empezar aquí su misión en su vida pública.
Hay toda una catequesis teológica sobre esta fiesta litúrgica, pero nos vamos a centrar tan sólo en un detalle: Jesús se bautiza; en otros relatos vemos el rechazo de Juan a bautizar al hijo de María. Jesús quiere de nuevo pasar como uno de tantos, como uno más a pesar de ser ''el único santo'', poniéndose en la fila de los pecadores. No necesitaba ser bautizado, pero quiso darnos ejemplo con su anonadamiento. Quiso bautizarse Aquél que nos mandará después: ''id y haced discípulos, y bautizarlos''. Pero no olvidemos que donde Cristo nos hará plenamente partícipes del bautismo será en la Cruz, en su costado abierto, como nos recuerda el Concilio Vaticano II en la "Sacrosanctum Concilium": "Del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera".
No hay comentarios:
Publicar un comentario