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martes, 14 de diciembre de 2021

Homilía del Sr. Arzobispo en San Juan de Letrán en su XVIII Aniversario de Ordenación Episcopal

Hermanos en el Señor: paz y bien.

Ayer celebramos junto a la tumba de Pedro. Abrazamos la fe de la Iglesia contenida en el símbolo de nuestro Credo, trayendo a nuestros labios lo que sabemos de Dios porque Él nos lo ha revelado, eso por lo que dieron su vida los mártires, el motivo por el que las vírgenes consagraron su corazón y su cuerpo, el motivo por el que los santos pastores se entregaron a su pueblo, las razones creyentes con las que los doctores se hicieron sabios maestros, el celo por el que los misioneros fueron hasta los confines, y la fidelidad cotidiana de tantos cristianos que nos han mostrado la santidad de la puerta de al lado. Todo eso junto a Pedro, mientras recitábamos el Credo.

Hoy estamos junto a Juan en esta su basílica en la colina del Laterano. Aquí está la sede del sucesor de Pedro, que nos mueve filialmente a unirnos al Santo Padre abrazando el ministerio del Papa Francisco en nuestra ferviente plegaria por él dentro de nuestra visita ad limina apostolorum. Salve Bonus Pastor. Que el Señor guarde a nuestro Sumo Pontífice, que le haga fuerte y le haga sabio, que le dé la gracia diaria de ser siervo de los siervos de Dios, que le haga santo para la gloria de Dios y como bendición a todos nosotros sus hermanos.

Juan fue apóstol. Uno de ellos, pero siendo un discípulo predilecto y amado. El más joven y el único que no murió mártir. No sabemos nosotros de quién somos sucesores al ser llamados al ministerio episcopal. Sólo sabemos que el obispo de Roma sucede a Pedro. Los demás… es un misterio. Pero Juan tiene ese encuentro con Jesús, junto a Andrés, a la orilla del Jordán. Vio cómo el Bautista señaló al Cordero que quita los pecados del mundo, y se quedó desde entonces en el embeleso.

¿Dónde vives?, esta fue su pregunta al nuevo maestro. No qué has escrito, ni qué nos traes, ni como nos organizarás, ni cuáles serán tus opciones prioritarias y tus métodos de trabajo. Sólo eso: dónde vives, Maestro. Era la vieja pregunta de toda una humanidad errante desde que fue desalojada por un pecado de aquella morada que tenía forma de jardín primero. Los éxodos de todos los hombres y mujeres, encontraban en la pregunta de Juan un último intento. Todas las intemperies inhóspitas, todas las deportaciones forzadas, todas las derrotas en los campos de batalla, todos los caminos a ninguna parte y los vericuetos que llevaban trampa, se concentraban en algo tan sencillo como preguntar por una casa habitada, expresando el anhelo de un hogar encendido.

Y Jesús responderá lo inaudito: venid y veréis. Fueron y se quedaron. Este es el primer diálogo que el cuarto evangelio nos refiere autobiográficamente en el relato del propio Juan. Y será el texto con el que el papa Benedicto XVI comenzará su primera encíclica: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). Son las palabras de Benedicto XVI que más veces ha citado en sus escritos el papa Francisco.

El Evangelio de Juan tiene una clave: la hora. Así comenzará el prólogo, así se interpondrá en las bodas de Caná, así salpicará momentos no oportunos en los que no abrir del todo su revelación, así concluirá el relato de la Pasión. La hora es el tiempo de Dios, ese que no siempre coincide con nuestras calendas. Pero de aquel primer momento preguntón: dónde vives, se seguirá lo que San Gregorio de Nisa desarrollará en torno a la vida de Moisés: que en todo camino, hay un proceso, una “epectasis”. El proceso del cuarto evangelio consiste en que aquella permanencia inicial (fueron y se quedaron) se irá transformando en una pertenencia cordial. No basta con permanecer en un sitio, si no se pertenece a alguien, que es lo que explica todas las crisis del amor, sea cual sea nuestra vocación en la Iglesia. Permanecer siempre, perteneciendo cada vez más.

Así se entiende que Juan será el discípulo amado, como le llamará su comunidad en Patmos, y como él mismo se denomina en sus escritos. El que permaneció y perteneció, que se tuvo la elección de asistir a la luz más transfigurada en el Tabor y a la noche oscura más ensangrentada en Getsemaní, el que se recostó a su pecho en la cena postrera de las confidencias y adioses, el que estuvo al pie de la cruz junto a María, el que primero llegó al sepulcro y aguardó a que Pedro pasara, el reconoció al Señor en la orilla de Tiberíades para contarnos sólo él lo que hablaron Jesús y Pedro en aquel triple examen de amor tras las tres negaciones. Este es Juan. Hoy estamos en esta Basílica para pedir como sucesores de los apóstoles esta gracia de saber permanecer perteneciendo a quien Juan le dio toda su vida.

Habéis tenido la delicadeza de pedir que presidiera esta Eucaristía en el aniversario de mi ordenación episcopal. Hoy cumplo 18 años de obispo. Llego, por así decir, a la mayoría de edad, sabiéndome en tantas cosas todavía en mantillas. Fue un día frío y con niebla. Huesca abría las puertas de su catedral para recibir inmerecidamente esta gracia ministerial que compartimos tantos de nosotros, de ser sucesor de los Apóstoles.

La liturgia era del tercer domingo de adviento, domingo gaudete. Toda la palabra de Dios rezumaba de este mensaje. La liturgia de la Iglesia nos convocaba a la alegría desbordante como preparación inmediata a la fiesta de gozo y salvación con la que celebramos el nacimiento del Señor. Dieciocho años después, late en mi alma esa misma alegría de una Buena Noticia. Quien me llamó a la vida y al ministerio episcopal, me enviaba para que la anunciase. Con la conmoción de traer lo que me superaba del todo, podía decir también yo: traigo una Buena Noticia, alegraos. Yo no soy el Mensaje, sino su humilde mensajero, y esto era y es algo que me llena al mismo tiempo de estremecimiento y de gozo. El estremecimiento de quien tiene que enseñar una Palabra que otro pone en mis labios y de cuya sabiduría soy con mi pueblo siempre discípulo, pero el gozo de saber que la Verdad que anuncio no tiene mi medida sino la de Dios. El estremecimiento de quien es encargado de algo tan grande como nutrir y acrecentar el bien y la gracia que el Señor da a mis hermanos a los que sirvo, pero el gozo de saber que de esa santidad yo soy el primer mendigo. El estremecimiento de tener que gobernar las comunidades cristianas que se me confiaban, pero el gozo de saber que ese gobierno, pasaba y pasa por dar la vida amando a las personas que Señor ha confiado a mi cuidado pastoral.

En estos dieciocho años no han sobrado las gracias de Dios, ni han faltado mis pecados. Pero lo que queda como última palabra tras todas mis torpes penúltimas dichas, es la misericordia que hace cada día en mí nuevas todas las cosas.

Lo que mueve y llena el corazón del hombre, de todo hombre, es el deseo de ser definitivamente amado. La vida es el torpe o el feliz comentario de este deseo infinito escrito en nuestra entraña. El acontecimiento cristiano es un hecho en la historia que narra con pasión y belleza que ese deseo de nuestro corazón es verdadero, y que Jesús ha venido para hacer posible que la exigencia de felicidad que nos embarga, sea cumplida y realizada en nuestra humanidad. Yo quisiera ser alguien que en su ministerio episcopal recuerda y acompaña ese deseo, y que al mismo tiempo pide la gracia de aprenderlo de todos y de ser acompañado por los hermanos que Dios me da.

Alégrate, nos ha recordado la primera lectura del profeta Sofonías. Alégrate, se le dijo igualmente a la Virgen María. Es la alegría de quien en medio de todas las circunstancias de la vida, se sabe sostenido y acompañado por ese Dios fiel.

Hoy es San Juan de la Cruz. Tras todas las noches oscuras, siempre quedará el alba nueva, por el que entonar el verdadero cántico espiritual, el cántico de todas las criaturas. El Señor os bendiga y os guarde.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
San Juan de Letrán (Roma), 14 diciembre 2021

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